Uno de los mejores cafés -ya que el asunto va de eso- me lo tomé en Turquía, donde abunda el buen té. Sentado en una cafetería de mesas antiguas de madera, sobre la loma del Serrallo, donde se ubica el famoso Palacio de Topkapi, que conserva, entre otras reliquias, cabellos del profeta, y una gran variedad de impresionantes obsequios del califa en el que destaca un majestuoso diamante. Junto a mi mujer, en viaje de novios, nos relajábamos de un estresante día típico de turistas en el que habíamos visitado la Basílica de Santa Sofía, las cisternas subterráneas, la Mezquita Azul, el Puente Galata, el Gran Bazar y el de las especias.
Por fin reposábamos ajenos al grupo en una
destartalada cafetería moruna divisando al fondo el Estrecho del Bósforo, sobre
las aguas del Mármara, que divide geográficamente Asia de Europa, o lo que es
igual, el Estambul europeo del asiático, apenas separado por un kilómetro de
mar. El ajetreado tráfico marítimo, en un frío día de finales de noviembre,
creaba una atmósfera especial que invadía nuestros sentidos: el olor intenso de
las especias que inunda toda la gastronomía turca, la visión de una
civilización turbadora, muy distinta a la que estábamos acostumbrados, pero a
su vez dinámica. El recuerdo de lo que antaño fue esta urbe: la antigua
Bizancio, Constantinopla, el imperio otomano.
Y allí, en una metrópoli de 10.000.000 de
almas, estábamos dos sencillos personajes radicados en Bailén, una pequeña
ciudad de apenas 18.000 habitantes, saboreando un excelente café oriental, de
no se sabe dónde, contemplando a nuestros pies un paraíso de sensaciones, y sobre
nuestras cabezas un cielo semejante a los lienzos con los que Miguel Ángel
Buonarroti ornamentó la Capilla Sixtina, y que me atrevo a aventurar que copió
del cielo de Estambul.
Aún hoy conservo un leve regusto a aquel
extraordinario café -de no se sabe dónde- y de aquel apabullante escenario.
por Manuel Ozáez
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