lunes, 6 de octubre de 2014

Intervención del General Reding (Manolo Ozáez) en los Actos de Homenaje al general suizo de la Batalla de Bailén. 2014



En la madrugada del 19 de Julio,  las estrellas iluminaban un nítido y oscuro cielo. Un extraño silencio me turbaba. Apenas había descansado en las últimas 48 horas y ese mismo agotamiento me hacía estar presto a cualquier acontecimiento, por nimio que  este fuera. Aprecié que las caballerías estaban intranquilas, que el aullido de los canes era sutilmente distinto al habitual. La tensa calma presagiaba acontecimientos de relevancia.  No era ajeno a que la división del General Pierre Dupont, al mando de 18.000 infantes y de casi 3.000 jinetes de las invictas águilas del ejército de Napoleón, estaban próximas, y que en la cercana villa de Andújar estaban siendo hostigadas por las fuerzas de nuestro comandante en jefe, el General Castaños, si bien nos constaba que no se había entablado batalla alguna, sí algunas escaramuzas de menor calibre.


A mi cargo, como General en Jefe del Reino de Granada, un total de 26.000 infantes, y 3.200 jinetes, compuesto por tropas regulares y otras menos avezadas, necesarias en esta desigual guerra, y que también confluían en el mismo deseo de expulsar al invasor francés de nuestras tierras, pues así las consideraba yo, a pesar de haber nacido, circunstancialmente en Suiza, si bien desde los 16 años residí entre estos ríos, valles y montañas, en contacto con sus gentes, sabiendo de sus problemas y de sus ilusiones.

Con 53 años, se me considera un experto estratega, no solo en asuntos militares, pues con tal condición ejercía de Gobernador Militar y Corregidor Político de Málaga desde el año 1.806 de nuestro Señor, procurando a la ciudad costera del sur de España, un bienestar social difícil de conseguir en estos tiempos tan complejos y dramáticos.

Si de algo me siento verdaderamente orgulloso fue de la intervención que tuvimos en la epidemia de fiebre amarilla que se desató en Málaga en 1.803, en mi condición de miembro de la Junta de Sanidad, pues al contrario de lo que muchos piensan, los militares no estamos forjados solo para la guerra, pues en períodos de paz aportamos nuestros conocimientos técnicos y organizativos, así como las dotes de mando sobre unidades logísticas, para mejorar la vida de los ciudadanos que nos han sido encomendados. Prueba de ello fue el cordón sanitario establecido en 1.804 para impedir que se extendiera la epidemia, lo que salvó incontables vidas de malagueños que aún hoy nos lo agradecen, no solo a mí, sino también a mis soldados y cirujanos militares.


En agosto de 1.806 ofrecí a la ciudad “El Bando del Buen Gobierno”, paradigma de buenos usos que es alabado por muchos dirigentes. Pero no solo eso, reorganizamos un caótico Ayuntamiento, combatimos el contrabando, reducimos los robos y la delincuencia, dirigimos el drenado del río Guadalmedina para impedir nuevas inundaciones en la ciudad, establecimos un Hospicio y casas de caridad para nutrir a los pobres y más desfavorecidos, y yo me vi recompensado con un aluvión de poemas Y loas que mis paisanos me dedicaron y que creo sinceramente no merecía, pues solo cumplía con mi deber de soldado y de ciudadano ¿O es que los soldados no somos ciudadanos de esta nación?


¡Qué lejos quedan mis campañas militares en Menorca, los Pirineos, Irún o Portugal, a cargo de mi Regimiento Suizo Reding nº 3!  ¡Qué lejos aquellos años de juventud!  en los que quería descubrir el mundo, surcar los mares, recorrer todos los caminos y conocer el interior, el alma, del ser humano, pues su conocimiento nos daría las claves de futuros éxitos en todos los campos del saber.

La madrugada del 19 de Julio de 1.808 se iba abriendo, mientras pasaba revista con mis edecanes y oficiales a las agotadas fuerzas a mi cargo, pues apenas habíamos tenido descanso en la última semana, debido a los continuos y necesarios desplazamientos que realizamos por la comarca, mención especial el sangriento encuentro que sufrimos en la villa de Mengíbar, junto al río Guadalquivir, en la que ambos ejércitos perdimos algunos de nuestros mejores hombres, y que el fervor de sus habitantes, a la Virgen del Carmen, supo torcer a nuestro favor, rechazando las incursiones de los coraceros del Cuerpo del General Gobert.


La tensa y siniestra calma que sentía en lo más profundo de mi alma, se quebró. A lo lejos, apenas a varias leguas de distancia, oímos los disparos de mosquetería, en el lugar conocido como Herrumblar, junto a la posada del Ventorrillo, en la dirección de Andújar, por lo que supusimos se trataba de una avanzadilla de la división de Dupont, sin alcanzar a comprender, aún, el alcance de dicha escaramuza, pues desconocíamos en ese momento, si se trataba de una simple refriega, de las tantas que habíamos sufrido, o por el contrario alcanzaba mayores proporciones.

Ordené a mis oficiales que movilizaran a sus tropas, pues no sería la primera vez que por mor de la desidia de los generales, se perdieran batallas que a la postre fueran decisivas en la guerra. He de decir que mis soldados y tropas irregulares estaban prestas, pues no hay mayor acicate para un combatiente que saber que se lucha por lo justo y que la razón está de su parte, como era nuestro caso.

En apenas quince minutos nuestra división estaba totalmente preparada para entablar combate contra el mejor de los ejércitos que había pisado esta hermosa tierra de arcilla, e incluso del resto de la vieja Europa. Algunos de mis hombres en menos, acaso cinco o seis minutos y estaban dispuestos.

Ante el ensordecedor ruido de los primeros disparos de nuestra artillería, los hombres y mujeres de la villa de Bailén se aprestaron a socorrernos, preparando vituallas, botijos y cántaros de agua para aplacar nuestra sed y enfriar nuestras armas. Mujeres y niñas de todas las edades salían raudas de sus casas con las primeras luces del día portaban vendas que socorrieran a nuestros heridos, aunque al tiempo, también a los de los enemigos. Los hombres de Bailén, incluso algunos niños, portaban armas rústicas, algunas de hace más de un siglo: mosquetes, trabucos, navajas, afiladas hoces y guadañas, puntiagudas horcas y rastrillos, que a fe mía sabían usar como la mejor de las armas.


Conforme avanzaba el día, la batalla se endurecía. Ora los galos atacaban, ora nosotros los repelíamos. Ora nuestra caballería entraba a sable y lanza, ora eran barridos por el fuego de sus 21cañones y de sus artilleros bien entrenados. Pero es que los nuestros no lo eran menos. Mis 28 piezas y mis 350 artilleros,  inclinaron por momentos la balanza de la victoria a nuestro favor, pues temí por esta ante la acometida conjunta de caballería e infantería que a la desesperada ordenó Dupont, a dios gracias nuestros expertos artilleros mantuvieron, pie en tierra, la cadencia de tiro, a pesar de las numerosas bajas y la embestida de la caballería sobre las piezas y sus sirvientes. Las altas temperaturas del estío andaluz hicieron mella en los ánimos de los franceses. Nosotros contábamos con el apoyo de las mujeres de la tierra. Una de ellas, por nombre María Bellido, servía agua a mis oficiales cuando una bala del enemigo impactó sobre su cántaro, rompiéndolo, pero aún así siguió sirviendo agua con los guijarros del cántaro roto.

Luego, ya saben ustedes, viéndose perdidos, el general Pierre Dupont pidió conversaciones, aunque aventurábamos su rendición, la que se produjo tras varias horas de negociación. Al tiempo, su inferior en rango, el general Vedel, que acudió tardío al campo de batalla, también hubo de rendir sus águilas ante nuestra amenaza de pasar a cuchillo a sus camaradas vencidos, como dictaminan las normas escritas del arte de la guerra. Lo demás, cientos de historiadores lo han narrado, británicos, franceses, polacos, españoles, lusitanos.


Lo que pocos han escrito es la tristeza del espíritu, la soledad de los generales al contemplar los 240 muertos que sufrimos, y los 740 heridos. No menos, cuando visitaba los eriales y olivares, ensangrentados por una y otra sangre, roja en cualquier caso,  los 2.200 muertos del ejército francés, hace apenas dos meses nuestros aliados en las armas contra el inglés, sus 400 heridos y, al fin, los 18.400 prisioneros, incluida la División del General Vedel, que marcharon derrotados por toda la baja Andalucía, soportando la vergüenza y el desprecio de los vencedores, hasta los pontones de Cádiz y más tarde la soledad y el abandono en la Isla de Cabrera. Todas estas bajas y miserias humanas me duelen como heridas en mis propias carnes, pues, a pesar de mi condición de militar, no puedo obviar mi naturaleza humana.

Por ello, alzo mi voz desgarrada pero experta en luchas fraticidas, para condenar las razones y los efectos de las guerras, de las que nunca se recupera el ser humano, ni la sociedad que las alimenta.

Y desde esta tribuna, hoy que recreamos el Fin de Una Guerra que duró seis años, pido a los presentes, soldados y paisanos, una reflexión serena y una respuesta contundente. Y me despido de todos vosotros con un


¡VIVA BAILÉN!
¡VIVA ESPAÑA!
¡VIVA LA HUMANIDAD!





Por  Nicolás Manuel Ozáez Gutiérrez




Nota: Mapas y dioramas utilizados en la Recreación de la Batalla de Bailén de 2014 por el propio autor en el campo de batalla.

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