En
la madrugada del 19 de Julio, las
estrellas iluminaban un nítido y oscuro cielo. Un extraño silencio me turbaba.
Apenas había descansado en las últimas 48 horas y ese mismo agotamiento me
hacía estar presto a cualquier acontecimiento, por nimio que este fuera. Aprecié que las caballerías
estaban intranquilas, que el aullido de los canes era sutilmente distinto al
habitual. La tensa calma presagiaba acontecimientos de relevancia. No era ajeno a que la división del General
Pierre Dupont, al mando de 18.000 infantes y de casi 3.000 jinetes de las
invictas águilas del ejército de Napoleón, estaban próximas, y que en la
cercana villa de Andújar estaban siendo hostigadas por las fuerzas de nuestro
comandante en jefe, el General Castaños, si bien nos constaba que no se había
entablado batalla alguna, sí algunas escaramuzas de menor calibre.
A
mi cargo, como General en Jefe del Reino de Granada, un total de 26.000
infantes, y 3.200 jinetes, compuesto por tropas regulares y otras menos
avezadas, necesarias en esta desigual guerra, y que también confluían en el
mismo deseo de expulsar al invasor francés de nuestras tierras, pues así las
consideraba yo, a pesar de haber nacido, circunstancialmente en Suiza, si bien
desde los 16 años residí entre estos ríos, valles y montañas, en contacto con
sus gentes, sabiendo de sus problemas y de sus ilusiones.
Con
53 años, se me considera un experto estratega, no solo en asuntos militares,
pues con tal condición ejercía de Gobernador Militar y Corregidor Político de
Málaga desde el año 1.806 de nuestro Señor, procurando a la ciudad costera del
sur de España, un bienestar social difícil de conseguir en estos tiempos tan
complejos y dramáticos.
Si
de algo me siento verdaderamente orgulloso fue de la intervención que tuvimos
en la epidemia de fiebre amarilla que se desató en Málaga en 1.803, en mi
condición de miembro de la Junta
de Sanidad, pues al contrario de lo que muchos piensan, los militares no
estamos forjados solo para la guerra, pues en períodos de paz aportamos
nuestros conocimientos técnicos y organizativos, así como las dotes de mando
sobre unidades logísticas, para mejorar la vida de los ciudadanos que nos han
sido encomendados. Prueba de ello fue el cordón sanitario establecido en 1.804
para impedir que se extendiera la epidemia, lo que salvó incontables vidas de
malagueños que aún hoy nos lo agradecen, no solo a mí, sino también a mis
soldados y cirujanos militares.
En
agosto de 1.806 ofrecí a la ciudad “El Bando del Buen Gobierno”, paradigma de
buenos usos que es alabado por muchos dirigentes. Pero no solo eso, reorganizamos
un caótico Ayuntamiento, combatimos el contrabando, reducimos los robos y la
delincuencia, dirigimos el drenado del río Guadalmedina para impedir nuevas
inundaciones en la ciudad, establecimos un Hospicio y casas de caridad para
nutrir a los pobres y más desfavorecidos, y yo me vi recompensado con un
aluvión de poemas Y loas que mis paisanos me dedicaron y que creo sinceramente
no merecía, pues solo cumplía con mi deber de soldado y de ciudadano ¿O es que
los soldados no somos ciudadanos de esta nación?
¡Qué
lejos quedan mis campañas militares en Menorca, los Pirineos, Irún o Portugal,
a cargo de mi Regimiento Suizo Reding nº 3!
¡Qué lejos aquellos años de juventud!
en los que quería descubrir el mundo, surcar los mares, recorrer todos
los caminos y conocer el interior, el alma, del ser humano, pues su
conocimiento nos daría las claves de futuros éxitos en todos los campos del
saber.
La
madrugada del 19 de Julio de 1.808 se iba abriendo, mientras pasaba revista con
mis edecanes y oficiales a las agotadas fuerzas a mi cargo, pues apenas
habíamos tenido descanso en la última semana, debido a los continuos y
necesarios desplazamientos que realizamos por la comarca, mención especial el
sangriento encuentro que sufrimos en la villa de Mengíbar, junto al río
Guadalquivir, en la que ambos ejércitos perdimos algunos de nuestros mejores
hombres, y que el fervor de sus habitantes, a la Virgen del Carmen, supo
torcer a nuestro favor, rechazando las incursiones de los coraceros del Cuerpo
del General Gobert.
La
tensa y siniestra calma que sentía en lo más profundo de mi alma, se quebró. A
lo lejos, apenas a varias leguas de distancia, oímos los disparos de
mosquetería, en el lugar conocido como Herrumblar, junto a la posada del
Ventorrillo, en la dirección de Andújar, por lo que supusimos se trataba de una
avanzadilla de la división de Dupont, sin alcanzar a comprender, aún, el
alcance de dicha escaramuza, pues desconocíamos en ese momento, si se trataba
de una simple refriega, de las tantas que habíamos sufrido, o por el contrario
alcanzaba mayores proporciones.
Ordené
a mis oficiales que movilizaran a sus tropas, pues no sería la primera vez que
por mor de la desidia de los generales, se perdieran batallas que a la postre
fueran decisivas en la guerra. He de decir que mis soldados y tropas
irregulares estaban prestas, pues no hay mayor acicate para un combatiente que
saber que se lucha por lo justo y que la razón está de su parte, como era
nuestro caso.
En
apenas quince minutos nuestra división estaba totalmente preparada para
entablar combate contra el mejor de los ejércitos que había pisado esta hermosa
tierra de arcilla, e incluso del resto de la vieja Europa. Algunos de mis
hombres en menos, acaso cinco o seis minutos y estaban dispuestos.
Ante
el ensordecedor ruido de los primeros disparos de nuestra artillería, los
hombres y mujeres de la villa de Bailén se aprestaron a socorrernos, preparando
vituallas, botijos y cántaros de agua para aplacar nuestra sed y enfriar
nuestras armas. Mujeres y niñas de todas las edades salían raudas de sus casas
con las primeras luces del día portaban vendas que socorrieran a nuestros
heridos, aunque al tiempo, también a los de los enemigos. Los hombres de
Bailén, incluso algunos niños, portaban armas rústicas, algunas de hace más de
un siglo: mosquetes, trabucos, navajas, afiladas hoces y guadañas, puntiagudas
horcas y rastrillos, que a fe mía sabían usar como la mejor de las armas.
Conforme
avanzaba el día, la batalla se endurecía. Ora los galos atacaban, ora nosotros
los repelíamos. Ora nuestra caballería entraba a sable y lanza, ora eran
barridos por el fuego de sus 21cañones y de sus artilleros bien entrenados.
Pero es que los nuestros no lo eran menos. Mis 28 piezas y mis 350 artilleros, inclinaron por momentos la balanza de la
victoria a nuestro favor, pues temí por esta ante la acometida conjunta de
caballería e infantería que a la desesperada ordenó Dupont, a dios gracias
nuestros expertos artilleros mantuvieron, pie en tierra, la cadencia de tiro, a
pesar de las numerosas bajas y la embestida de la caballería sobre las piezas y
sus sirvientes. Las altas temperaturas del estío andaluz hicieron mella en los
ánimos de los franceses. Nosotros contábamos con el apoyo de las mujeres de la
tierra. Una de ellas, por nombre María Bellido, servía agua a mis oficiales
cuando una bala del enemigo impactó sobre su cántaro, rompiéndolo, pero aún así
siguió sirviendo agua con los guijarros del cántaro roto.
Luego,
ya saben ustedes, viéndose perdidos, el general Pierre Dupont pidió
conversaciones, aunque aventurábamos su rendición, la que se produjo tras
varias horas de negociación. Al tiempo, su inferior en rango, el general Vedel,
que acudió tardío al campo de batalla, también hubo de rendir sus águilas ante
nuestra amenaza de pasar a cuchillo a sus camaradas vencidos, como dictaminan
las normas escritas del arte de la guerra. Lo demás, cientos de historiadores
lo han narrado, británicos, franceses, polacos, españoles, lusitanos.
Lo
que pocos han escrito es la tristeza del espíritu, la soledad de los generales
al contemplar los 240 muertos que sufrimos, y los 740 heridos. No menos, cuando
visitaba los eriales y olivares, ensangrentados por una y otra sangre, roja en
cualquier caso, los 2.200 muertos del ejército
francés, hace apenas dos meses nuestros aliados en las armas contra el inglés,
sus 400 heridos y, al fin, los 18.400 prisioneros, incluida la División del General
Vedel, que marcharon derrotados por toda la baja Andalucía, soportando la
vergüenza y el desprecio de los vencedores, hasta los pontones de Cádiz y más
tarde la soledad y el abandono en la Isla de Cabrera. Todas estas bajas y
miserias humanas me duelen como heridas en mis propias carnes, pues, a pesar de
mi condición de militar, no puedo obviar mi naturaleza humana.
Por
ello, alzo mi voz desgarrada pero experta en luchas fraticidas, para condenar
las razones y los efectos de las guerras, de las que nunca se recupera el ser
humano, ni la sociedad que las alimenta.
Y
desde esta tribuna, hoy que recreamos el Fin de Una Guerra que duró seis años,
pido a los presentes, soldados y paisanos, una reflexión serena y una respuesta
contundente. Y me despido de todos vosotros con un
¡VIVA BAILÉN!
¡VIVA ESPAÑA!
¡VIVA LA HUMANIDAD!
Por Nicolás Manuel Ozáez Gutiérrez
Nota: Mapas y dioramas utilizados en la Recreación de la Batalla de Bailén de 2014 por el propio autor en el campo de batalla.
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