sábado, 20 de agosto de 2011

La princesa HIMILCE (aparecido en el nº 109 de Julio de B.I.)

Idea: BAILÉN INFORMATIVO
Fotografía: José María García Verdejo
Modelo: MACARENA RULL CHECA





Apenas conservábamos tu rostro esculpido sobre el eje de la fuente romana de Baeza, desgastada la piedra tras más de dos mil años saludando a los visitantes de la ciudad a las puertas de La Loma, hoy patrimonio de la humanidad. Acaso unas frases cinceladas por el poeta romano Silio Itálico que el propio historiador Tito Livio certificó en sus anales. Hoy, volvemos a redescubrir las sinuosas curvas de un cuerpo que cimentó la alianza entre íberos y cartaginenses, en la figura de la princesa Himilce, esposa de Aníbal y madre de su hijo Aspar.



Arribar a Baecula-Bailén desde la vecina Cástulo a lomos de la nueva caballería de acero de un presente incierto, y habitar entre nosotros, a mitad de camino de la estepa de nuestros paisajes y la selva mediática y locuaz de sus gentes, que no se aprestan a reconocer a una princesa íbera cuando la tienen cercana y de frente.



El artista la plasma en su forma original: salvaje, popular, espontánea. Y en otras poses convenidas de princesa, noble y enamorada. HIMILCE vive un sueño del que no estamos dispuestos a despertarla… todavía.




Manolo Ozáez para B.I.

EL SUEÑO DE HIMILCE (aparecido en el número 109 de BAILÉN INFORMATIVO)

Aníbal se había marchado hacia escasas lunas en dirección a la metrópoli de Roma, habiendo dejado en Cástulo apenas un reducto de soldados cartaginenses, al que sumar una minúscula tropa de soldados íberos que mi padre, el rey Mucro, había cedido a quien era su yerno, padre de su nieto el príncipe Aspar, y a quien admiraba por sus dotes estratégicas.

Mi soledad era angustiosa. Cierto es que mi hijo Aspar ocupaba la mayoría de los días, pero mi pensamiento volaba cruzando Hispania, los montes que nos separan de la Galia, los caudalosos ríos y los profundos mares, y, surcando como esbelta águila, la cadena montañosa de Los Alpes, me estrechaba en los fuertes brazos de mi esposo. Era un viaje de ida y vuelta, pues apenas llegaba a sus dominios, clareaba el sol en el horizonte y el llanto de nuestro hijo me devolvía a la realidad de mi soledad angustiosa.

Con la mirada perdida evocaba las largas noches de vigilia, en nuestro lecho, saboreando las mieles de sus victorias, que a la postre eran las mías; fijando mis azules ojos, que dicen las malas lenguas misteriosos, en la pequeña escultura que un artista de Iliturgis nos regaló, procuraba su atención que a veces conseguía, aunque lo sabía un héroe de la historia en la que yo apenas tendría cabida. Algunos dicen que su leyenda comenzó a forjarse a raíz de fijar su tosca y poderosa mirada en mí. Le conozco incluso de antes de nuestro primer encuentro, pues las estrellas que cuelgan del firmamento habían predicho que nuestras historias, que nuestros cuerpos, quedarían unidos; incluso el oráculo de Auringis auguró que viviríamos más allá de los límites de nuestros días, sin que consiguiéramos entender nadie sus juiciosas cábalas, aunque ya sabemos que los dioses son así: espontáneos, caprichosos e impredecibles.

Hoy, los soldados íberos cedidos en alianza por mi padre, el rey Mucro, han partido hacia la vecina Baecula Caecilia, separada de Cástulo apenas cuatro leguas en dirección suroeste, que se recorren en media jornada, al encuentro de la tropa cartaginesa bajo las órdenes de mi cuñado Asdrúbal Barca, advertidos de que varias legiones romanas se acercan a las inmediaciones de la vecina Baecula para cerrar su posible huida al mar mientras esperan la llegada de otras legiones desde el norte.

Mi padre ha cogido a mi hijo entre sus brazos y le ha contado una historia sobre reyes que se deben a su pueblo, por los que entregarían sus propias vidas, aún a costa de que sus descendientes digan de ellos que fueron traidores. Le habla de la dificultad de tomar determinadas decisiones que competen solamente al rey, y por las que serán juzgados por sus iguales más allá de la época en la que le toco vivir. Mi hijo ríe y llora a un mismo tiempo, pues realmente no entiende lo que quiere decirle. Y al final de su relato observo que le corre al rey una lágrima por la mejilla, por lo que pienso que ese cuento que le ha contado a Aspar encierra una enseñanza costosa de admitir y difícil de cumplir.

Vivo dos momentos en mí. Por una parte surge la mujer rebelde, salvaje, guerrera, que todo íbero lleva dentro, indomeñable. Por otra, renace en mí la belleza de las cosas, la serenidad del momento, y a través de mis venas navega un reguero de sangre noble que me impide coger a mi hijo, mis pertenencias y mi servidumbre y escapar de esta tierra tras de mi esposo Aníbal, estrecharme contra su torso y acariciarle la cabellera, torneándole con mis manos su pétreo rostro, repostando en sus muchas cicatrices, que hablan de sus muchas batallas y sus infinitas aventuras por las que algún día será recordado de sus amigos y también de sus enemigos por quien es respetado.

Yo soy Himilce la princesa íbera, que naciera del amor de un rey y una reina, en los confines del sur de esta península que es Hispania, en la suntuosa Cástulo, y tengo un sueño que os confesaré: residir en la cercana Baecula junto a mi marido y mi descendencia, próximos a mis padres y a mi ciudad, apenas a varias leguas, donde la tierra roja y arcillosa permite a sus habitantes vivir de sus manos alfareras. Construir entre sus piedras mi morada y mi felicidad trasmitírsela a mis súbditos. De ahí la importancia que Baecula no caiga en las manos del Imperator de las Legiones hispánicas, Publico Cornelio Escipión, hijo de otro digno general de igual nombre que muriera en las batallas contra mi esposo. Por ello digo en voz alta que BAECULA ES MI SUEÑO.




Manolo Ozáez