Tal vez vivimos en una época que necesita de héroes, puesto que los villanos ya existen, y todos los conocemos, y quién mejor que El Zorro, quizás uno de los primeros en la ficción moderna, para que nos entretenga, a la vez que nos ilumina el horizonte.
EL ZORRO Y EL ÁGUILA. CAMINO DE CÁDIZ
¬ F
Diego de la Vega se quedó sorprendido
al recibir la misiva, lacrada en rojo, impresa con el sello gubernamental, en
el que destacaban los característicos leones de gules. Cansado por el largo
viaje que le hacía cruzar la península ibérica, desde Barcelona hasta Cádiz,
recordaba la extraña sensación que le produjo recibir una carta oficial de las
Cortes gaditanas. No podía tratarse de
un simple despacho, pues había cruzado, escondida entre otros documentos de
variado origen, todo el suelo español, ocupado
por las tropas imperiales de Napoleón, lo que entrañaba un evidente peligro
para el mensajero, quien no se me ocultaba, por sus ademanes y sus maneras
cuartelarias, se trataba de un jinete de cualquiera de los Regimientos de
Caballería españoles que defendía la Isla de León. También suponía un riesgo para
el remitente, las recién constituidas Cortes Españolas, y, por supuesto, para
el destinatario, un servidor –pensó, mientras sus doloridos músculos procuraban
un merecido descanso en la perfumada y cómoda estancia que le había cedido su valedor
por estas latitudes, don Pedro Choza, alcalde mayor de Baylen.
La cédula contenía un escueto texto
que, aunque fácil de entender, encerraba en sí cientos de misterios para Diego
de la Vega: Se le instaba a que acudiera presto a la Ciudad de Cádiz, para
formar parte del selecto grupo de ciudadanos que iban a constituir las Cortes
españolas, y a la que se le invitaba como suplente en representación de la
colonia de Nueva España, ante la imposibilidad de que el titular elegido en
ultramar, formara parte de la Asamblea constituyente, en breve espacio de
tiempo. En el mensaje, que se acompañaba con una bolsa de cuero que contenía varios
escudos de oro, doblones y reales de vellón, suficientes para afrontar los
gastos del viaje hasta el sur de España, no se aportaban más datos, que tampoco
aclaró el oficial que me lo entregó, limitándose a exigir mi firma sobre un
pliego en el que aparecían otras firmas que no tuve tiempo a descifrar.
En
la casa de Barcelona donde me alojaba, propiedad de mi mentor, don Tomás de
Romeu, no objetaron al respecto de mi posible largo recorrido, salvo lo
estrictamente exigido por su compromiso con mi progenitor y a la vez íntimo
amigo: ¬ Me es imposible contactar con don Alejandro, en tan breve espacio de
tiempo, puesto que un mar nos separa, por lo cual solamente te exigiré
prudencia y tino en tu viaje por tierras españolas – le instó.
Prosiguió
don Tomas, dirigiéndose a Diego de la Vega. En un segundo plano, permanecía
atento Bernardo, el indio que le acompañaba desde niño ¬ Creo
conocer a tu padre lo suficiente como para saber que aprobaría, sin reservas,
tu viaje hacia Cádiz, y que se sentiría orgulloso de que pertenecieras a la
Asamblea que se está constituyendo en la ciudad andaluza- sentenció.
¬ Ciertamente es así
– terció el joven Diego de la Vega-. Largo
y tendido hablamos en las noches californianas, sobre los problemas que acucian
a nuestro pueblo -las palabras “nuestro pueblo” sonaron ajenas,
distintas, incluso nuevas a los oídos de don Tomás.
Aún
a sabiendas de lo peligroso que era en estas fechas acometer la travesía por
tierra, la familia Romeu les animó a emprender la aventura de la política. A la
referida dificultad de encontrarse los lugares ocupados por la canalla, como
denominaban los españoles a los gabachos, había que añadir el aprieto que
suponía atravesar determinados parajes, inhóspitos, tomados por el
bandolerismo, que campaba a sus anchas por las tierras del sur de España, sobre
todo la Sierra Morena y el enclave denominado Despeñaperros, que hacía de
cuello de botella.
Era obligado pernoctar durante
varios días en la famosa ciudad de Baylen, que hacía apenas tres años había
infringido seria derrota al francés, y que era renombrada por toda Europa y por
las colonias de ultramar. Allí contaba don Tomás de Romeu con un notable amigo,
que a la sazón era alcalde de la villa, don Pedro Arcisclo Choza, para quien dirigía
un saludo y el ruego de que nos acogieran, a Bernardo y a un servidor “como si de sus propios hijos se tratara”,
en cuartilla cerrada y lacrada y cuyo
texto nos leyó con sumo gusto nuestro cuidador.
A
un tiempo, próxima la partida desde mi residencia en Barcelona, me reuní con
varios miembros destacados de la secreta Justicia, a la que recientemente me
había adherido, solicitándole información de contactos que pudieran serme de
ayuda en el recorrido, y refiriéndoles el gran honor del que había sido objeto
al ser convocado a la Asamblea de las Cortes reunidas en Cádiz. Así lo
entendieron mis amigos, pues me proporcionaron nombres, direcciones y
salvoconductos, que yo procuré memorizar lo más fiel posible, pues no podían
caer esas filiaciones en manos de autoridades españolas o francesas, pues en
ambos casos el resultado podía ser desastroso para nuestra liga.
Bernardo
preparó con su habitual destreza, el equipaje, que contenía lo justo y
necesario para el largo y atropellado periplo que se nos aventuraba: dos
pistolas y munición por cabeza, sables, un hato con mi ropa de El Zorro, escondida entre varias mudas, camuflada. Y
oculto, cosido al interior de nuestros atuendos, repartido, el dinero que
habíamos recibido de las Cortes, al que sumamos el que teníamos ahorrado y el
que, muy a nuestro pesar, nos procuró don Tomás y sus hijas, Isabel y Juliana,
que se habían convertido, tanto para uno como para el otro, en las hermanas que
nunca tuvimos, y que en España, tan lejos de nuestra amada California, habíamos
encontrado.
¬ Os prometemos teneros debidamente informados, y visitaros, si las
circunstancias y la situación de ocupación nos lo permite, en el menor tiempo
posible –les dijo Diego a modo de justificación ¬ No
les vendría nada mal a usted, don Tomás, a Juliana y sobre todo a Isabel, salir
de esta ciudad una temporada, alejarse de Rafael de Moncada -. Una mirada
cómplice se cruzaron los cuatro jóvenes, que no pasó desapercibida para el
padre de ellas.
Si bien había sido requerida de urgencia mi
presencia en la ciudad gaditana, sospechábamos que podíamos demorar nuestra
llegada al menos una semana más, pues disfrutábamos de un excelente clima
primaveral, caluroso pero soportable, entre el mar de olivos que nos rodeaban
por doquier, y una generosa compañía humana. Las buenas gentes del lugar no
estaban acostumbradas a alternar y tratar con ciudadanos españoles residentes
en las colonias de ultramar, por lo que todas las atenciones eran pocas hacia
nuestras personas. Y, sinceramente, tanto Bernardo como yo, nos dejábamos
agasajar de halagos, afectos, mimos y apegos, a los que no estábamos
acostumbrados en tierras catalanas, donde sus habitantes son, como diría yo,
más… más… ¡más ásperos, más ariscos! No habíamos conocido lugar, villa o villorrio,
pueblo, aldea o ciudad, donde sus gentes fueran de espíritu más generoso: te
saludaban por la calle, a pesar de no conocernos, aunque es posible que ya
fuéramos renombrados. Llamaba la atención entre los vecinos, nuestro distinto
acento, ora distinguido, ora complicado. Nuestra piel diferente, sobre todo la
de Bernardo. La distancia recorrida entre los dos mundos, que a buen seguro
imaginaban cargadas de aventuras y peripecias. Por otra parte cierto, pues los
acontecimientos que nos habían acaecido este último año, desde que abandonamos
California en 1810, daba para colmar las páginas de al menos diez libros, a
pesar de nuestra juventud.
Entre
el selecto grupo con quien nos
relacionábamos, contábamos con reconocidos ilustrados, caso de Antonio José
Carrero, diputado; de Alfonso Matías, alguacil mayor de la villa; o José Oya,
prestigioso abogado que ejercía en Jaén. De todos ellos aprendimos lo
suficiente de los embrollos políticos peninsulares, a los que en honor a la
verdad diré que había sido totalmente ajeno hasta la presente citación de las
Cortes de Cádiz. Sí sabíamos lo suficiente de las demandas que nuestros
compatriotas reclamaban desde antaño a las autoridades gubernativas españolas,
y que rara vez eran escuchadas o atendidas. La conclusión a la que habíamos
llegado los residentes en las colonias, al respecto de la metrópoli, era que lo
único que le interesaba a esta era el oro y otros minerales y productos que
fluían en abundancia de nuestras tierras. Que agotadas nuestras reservas, nos
tirarían como inmundicia o despojos. Esa era la sensación que se tenía en
aquellos lares, tanto entre nobles e ilustrados, como entre los jornaleros y
esclavos.
Solíamos
relacionarnos con un grupo numeroso de jóvenes, de entre diecinueve o
veinticuatro años, hijos de terratenientes, magistrados o comerciantes, con
quienes acudíamos a la verbena que cada noche se organizaba en las
inmediaciones de la Venta de Postas, en el camino real, junto a la pequeña
Ermita que limitaba la población, y que al ponerse el sol se animaba, arrastrándonos
a los jóvenes y adultos a la tertulia y al baile mientras degustábamos un
extraordinario vino autóctono que se cultivaba en la zona, y que fresco, era
una delicia para el paladar.
En cada una de estas veladas ampliábamos
nuestro círculo de amistades, a la vez que obteníamos más y más información
sobre los usos y costumbres de los españoles, sus ilusiones, sus quejas, sus
problemas, sus preocupaciones, la mayoría de ellas del tipo económico, pero las
había también por la inseguridad de los caminos, o la ocupación del territorio
por las fuerzas imperiales napoleónicas. A pesar de la alegría que
exteriorizaban los habitantes, había un deje de melancolía por todas esas
preocupaciones latentes, que casi siempre el vino embotaba y hacía olvidar, al
ritmo de unas baladas quejosas que los cantantes del pueblo entonaban
acompañados de guitarras españolas de seis cuerdas que los músicos se
encargaban de rasgar con vehemencia y fruición. Las voces de los flamencos,
como los denominaban, inundaban de sonido y éxtasis las noches andaluzas.
Bernardo y yo no cabíamos en nuestros ropajes, del gozo que sentíamos, a la vez
que curiosidad por la particularidad de estos cantos populares.
De
aquel grupo era con Antonio Martín y con Andrés Muñoz, de entre los hombres,
con quien más congeniamos. De las mujeres, que era un grupo aparte, pero
paralelo a este, con quienes solíamos coincidir prácticamente todas las jornadas,
mi preferida era Zocueca, nombre corriente en Baylen en honor a su Virgen,
quien según los bailenenses había propiciado la victoria sobre las tropas del
General Dupont en la jornada del 19 de Julio de 1808. Bernardo, siempre en un
segundo plano, como en él era habitual, sentía predilección por Pilar, una
gitana de grandes ojos azabache, que acompañaba a Zocueca, su señorita, y con
quien solía hablar y hablar y hablar largas horas, apartados del grupo, hasta que
aquella era requerida por su dueña, aunque aquí preferían llamarlas amas, pues
no estaba bien visto denominar lo que era evidente por su nombre: se trataba de
una especie de esclava a la que daban en llamar asistenta. En más de una
ocasión tuve que explicarles a nuestros jóvenes amigos, la relación de
dependencia y autoridad que mantenía con Bernardo, que aunque sirviente a los
ojos de todos ellos, era para mí una relación filial, pues desde que nacimos,
habíamos vivido, jugado, tropezado, peleado, sufrido y educado juntos.
Una de aquellas templadas noches
primaverales, fui presentado a un ilustrado y liberal doctor de la cercana
villa de Guarromán, que distaba apenas varias leguas de Baylen, que respondía
al nombre de Lorenzo Moreno, y que por razones de trabajo hallábase en la
ciudad asistiendo a un enfermo de su confianza de una dolencia asmática. Quiso
la suerte que nos encontráramos en aquella jornada, pues en mi cabeza rondaba
la idea de retirarme pronto a mis aposentos, pues al día siguiente teníamos
concertada una visita a la alfarería de un tal Polaina, un conocido de nuestro protector, que nos iba
a descubrir los secretos del arte del moldeado y elaboración de piezas en cerámica. Y digo “quiso la suerte”, porque
el nombre de Lorenzo Moreno aparecía en la lista que mis compañeros de La
Justicia me habían facilitado en Barcelona, y que se almacenaba en mi cabeza
sin atisbo de error. No obstante, mantuve con el galeno una larga conversación
esa noche, con el ánimo de convencerme de que era miembro de nuestra sociedad
secreta. Había demasiado en juego para cometer una equivocación de tan grueso
calibre. De todos era conocido que un gran porcentaje de la población española
actuaban de espías al servicio de uno u otro bando, bien por cuestiones económicas,
bien por miedo, o sencillamente por afinidad ideológica. Errar y descubrirle
mis cartas a un extraño podía suponer no solo el fin de mi misión, sino incluso
poner en riesgo a mis compañeros de La Justicia, pues aunque fuera firme mi
determinación en no facilitar datos algunos, no sabía cuánto podría aguantar de
una más que probable suerte de tortura.
Sin embargo, el transcurrir de la velada,
sus sabias palabras, su compromiso con las causas justas que compartíamos, y
una serie de señales inequívocas, me confirmaron que el tal Lorenzo era uno de los
nuestros, un miembro de la Justicia, que impartía su magisterio de sabiduría y
benevolencia, por el norte de Andalucía, en la Nueva Población de Guarromán y
sus alrededores. Esta circunstancia me depararía infinidad de episodios. En
cualquier caso, nos sentíamos obligados el uno hacia el otro, tal y como
habíamos jurado al acceder al grupo.
Bernardo, como siempre, calibraba el
alcance de mi relación de amistad con el galeno, pues era hombre dado a prever
los aconteceres futuros, cualidad que yo admiraba en él y que en determinadas
ocasiones me servía de brújula en mi desmesurado afán de vivir aventuras. La
posterior preocupación que me transmitió me hizo dudar sobre la posibilidad de
continuar nuestro viaje hacia Cádiz de forma inmediata. Aún así, decidí
continuar mi estancia en Baylen unas semanas más, aprendiendo de Lorenzo los
entresijos de la vida rústica en España, y la opinión que los ciudadanos del
campo tenían de sus reyes y de sus políticos. Reconozco que no muy buena, por
cierto, aunque el anuncio que llegaba a todos los lugares de España de que se
estaba constituyendo unas Cortes en la ciudad gaditana, auspiciadas por el
gobierno en el exilio, creó un clima entre la población, favorable a sus intereses.
Es posible que fuera la primera vez en
mucho tiempo, que los ciudadanos españoles se sintieran verdaderamente
representados por otros hombres, y que estos, en contra de lo habitual, curiosamente,
estarían dispuestos a oír sus demandas y sus peticiones. Y yo, un joven de
apenas 21 años, hijo de Toypurnia, guerrera india, y de Alejandro de la Vega,
un terrateniente de la Alta California, nieto de Lechuza Blanca, chamán y
curandera de una tribu gabrieleña, iba a formar parte de aquel ilusionante
proyecto y, presumiblemente de la historia.
Los días pasaban y, con ellos, se
ampliaban mis conocimientos sobre los usos y costumbres políticos de la antigua
y de la renacida España: la salida de los austracistas del país, la llegada de
los Borbones, la diferencia de estamentos sociales, las demandas del
campesinado, que en ocasiones se escondía en las serranías, dándose al
bandolerismo como profesión y medio de vid. Lorenzo me preguntaba qué diferencia
había entre estos asaltadiligencias y aquellos otros que explotaban a sus
jornaleros en el campo, o a sus trabajadores en las minas o las industrias. En
ocasiones, me ilustraba acerca de los misterios de la medicina que había
aprendido en la prestigiosa Universidad de Salamanca, y yo, a su vez, le
introducía en los secretos de las plantas medicinales y en el lenguaje de la
naturaleza viva, del que conocía lo suficiente gracias a mi abuela, Lechuza
Blanca.
Desde
mi llegada, junto a Bernardo, a Baylen, habían transcurrido tres semanas, y
éramos habituales en las animadas noches de La Venta, en compañía de nuestros
jóvenes amigos y amigas. Antonio y Andrés eran dos estimados conversadores sobre
asuntos de faldas, que nos mantenían al día de los pormenores de la vida
cotidiana de la pequeña población, y con quienes nos escapábamos al río Rumblar
a refrescarnos y ocupar una extensa jornada que de no ser así, nos hubiera
parecido aburrida. Algunas jóvenes, entre ellas Pilar, vigiladas por sus
sirvientas, como era costumbre, pedían permiso a sus progenitores, para
acompañarnos a almorzar y disfrutar de un día de campo. En cierta ocasión, nos
ocurrió un hecho que alteró los planes del grupo, y en particular los de
Bernardo y los míos. A eso de las doce de la mañana, mientras retozábamos a la
sombra de un enorme acebuche, evitando los rigores de las altas temperaturas,
fuimos rodeados por más de una docena de bandidos, que se habían apostado
vigilando nuestros movimientos y estudiado nuestras posibles reacciones. Al
descubrir que la mayoría éramos jóvenes inexpertos, desarmados, acompañados de
varias señoritas, decidieron asaltarnos y exigirnos la entrega de todo lo que
lleváramos de valor, incluidas monturas y caballerías.
Apenas
rodeados, en un gesto espontáneo, mi vista giró hacia Bernardo, a quien rogué,
con un medido gesto, que no intentara ninguna heroicidad, pues además del
riesgo para nuestras propias vidas y las de nuestros amigos, pondría al
descubierto nuestra identidad oculta, ante la atenta mirada de demasiados
testigos. Descubrí que en aquellos escasos segundos ya había ideado algún plan,
pues la tensión en él, como de animal en peligro, así me lo confirmaba. Nos
conocíamos en exceso. De inmediato adoptó una postura más tranquila,
colaborando con las exigencias de los malhechores, si bien no dejé de
vigilarlo, pues sabía de sus reacciones y en estos instantes no nos convenía,
como intentaba hacerle entender. Sin embargo, ni él ni yo pudimos contenernos
cuando uno de los ruines agarró de los brazos a Pilar, con achuchones y
empujones. Pilar pretendía esconder una pulsera de oro entre sus ropajes, lo
que, advertido por uno de los criminales, precipitó el amago de nuestra
intervención. No obstante eran demasiadas armas apuntándonos y demasiados
testigos para intentar con éxito alguna locura, por lo que nos limitamos a
mediar para que aquel villano soltara a nuestra amiga. Nuestros gestos,
inesperados, que nos aproximaron al agresor, se saldaron con un culatazo de
trabuco en las espaldas de Bernardo, y con un puñetazo en mi rostro, que
aguanté en la confianza de que era lo correcto en esos momentos.
De
algo sirvió nuestra alocada intervención, pues nerviosos los bandoleros,
cejaron en sus propósitos, conformándose con lo tomado hasta esos momentos, que
no era ni la mitad del botín que podían haber aprehendido, olvidándose a un
tiempo de Pilar para fijarse en nosotros. Por un instante temí por nuestras
vidas, pues no sabíamos de la fama y aguante de este grupo de villanos quienes,
sin darle más importancia al asunto, rieron nuestra ocurrencia y volviendo
grupas se alejaron de allí a galope tendido. Al parecer esa era la forma de
actuar de los bandoleros, procurando en el menor tiempo posible acaparar el
mayor trofeo que pudieran, exponiéndose lo mínimo a las autoridades que
patrullaban los caminos reales.
¬ ¡Estáis locos!- .Aún henchido de enfado por lo
acontecido, los brazos impulsivos de Pilar, que conservaba su esclava de oro,
me abrazaron, recorriendo mi cuerpo, de los pies a la cabeza, un escalofrío,
del que no he conseguido recuperarme del todo a pesar del tiempo transcurrido.
Zocueca, por su parte, miró a Bernardo con ojos que yo diría de agradecimiento,
pero a la vez de deseo, o eso al menos me pareció a mí. El resto del grupo nos
rodeó, erigiéndonos de inmediato en sus héroes. – ¡Pero locos de atar! ¿A quién se le ocurre exponerse de esa forma? -
Ridículo, pues no habíamos hecho nada por evitar el atropello. Sin embargo, esa
fue la lección que aprendimos ese día, la de aguantar y esperar un momento más
propicio para actuar. Mi corazón no estaba contento, pero mi cabeza, dolorida,
me repetía una y otra vez que habíamos hecho lo correcto.
Cuando
se enteraron en el pueblo, todos coincidían en que habíamos tenido suerte de
salir ilesos, pues en la mayoría de las ocasiones, solían darse heridos o
muertos en estas trifulcas en las que algún imprudente pretendía hacerse el
héroe. Nadie llegaba a entender qué pasaba por nuestras cabezas. Probablemente
hubiéramos podido reducir a un gran número de malhechores entre Bernardo y yo,
incluso hacer huir al resto, pero el riesgo que entrañaba para nuestros compañeros,
nos hizo actuar con calma y dejar para más adelante nuestra anunciada venganza.
Aquellos de California que nos conocían, y algunos amigos recientes de
Barcelona, sabían que no íbamos a quedarnos de brazos cruzados ante aquel
atropello.
Lorenzo,
que permanecía por estos días en Baylen asistiendo a uno de sus enfermos, al
que curaba a diario, nos explicó, por la descripción y pormenores que le dimos,
que el bandido en cuestión se llamaba Alfonso Soriano, y era un huido de la
justicia, con quien tenía cuentas pendientes por varios altercados y algún que
otro delito de sangre, aunque no se le conocían muertes violentas, salvo algún
que otro gabacho al que había hecho desaparecer en la sierra tras
desvalijarlos. Esto último inclinaba, en alguna medida, la balanza hacia el
lado correcto de los patriotas, entre los que contaba con alguna simpatía. A su
cabeza le habían puesto precio, y ciertamente me estaba pensando cobrar esa
recompensa y gozar de algunas monedas extras en nuestro periplo hacia Cádiz. Mi
camarada Lorenzo, dado mi manifiesto interés,
movió algunos hilos, hizo algunas preguntas, cobró antiguos favores, dobló algunas
voluntades, y consiguió la información necesaria sobre la posible ubicación del
campamento de los bandidos, que lo situaba en las estribaciones de Sierra
Morena: ¬ Medra a sus anchas por estos
contornos, aunque no es el único – nos informó.
¬ ¿Podrías precisar dónde
se halla su campamento? –le objeté con premura.
¬ Suele variar su
ubicación, aunque el lugar que más ronda es unas antiguas ruinas que los
lugareños llaman Cerro Verónica. Tienen estas una posición estratégica, pues se
encuentran en una elevación, desde la que se podría divisar cualquier
acercamiento de extraños o de la soldadesca- nos aclaró
nuestro amigo, facilitándonos otros datos de interés de la localidad de Baños
de la Encina, donde se encontraba dicho enclave.
No fue gratis la información recibida. En
compensación, tuve que confesarle a Lorenzo cual era mi identidad secreta, y el
sobrenombre con que me apodaban, El Zorro. Le mostré mis ropajes y le comenté
algunos de los percances que tuve en el papel de dicho personaje, tanto en
California como en Barcelona. Para mi sorpresa, las andanzas de El Zorro habían
llegado a sus oídos, y a estas inmediaciones, más como una leyenda que como una
realidad. Me prometió mantener el secreto, algo obvio que podía haberse evitado,
pues entre camaradas de La Justicia, esos juramentos no son necesarios, ya que
nuestra condición de miembros lo lleva implícito.
Durante
dos días, en compañía de Lorenzo y de varios bañuscos conocedores de la zona,
merodeamos la zona, a considerable distancia para no exponernos a ser
descubiertos, analizando en profundidad
las idas y venidas de los bandoleros, sus vías de escape, sus costumbres, la
orografía del terreno, percibiendo la gran cantidad de errores que cometían en materia
de seguridad, de lo cual, como es lógico, nos aprovecharíamos en su momento.
A
eso de las cuatro de la mañana del viernes, Bernardo y yo nos acercamos
sigilosos a las proximidades del campamento. Previamente habíamos envuelto en
paños las herraduras de nuestras monturas, silenciando su trote. A una legua
del lugar donde acampaban los truhanes, descabalgamos y caminamos la distancia
que nos separaba hasta ellos lentamente, sin anunciarnos, sin producir ruidos.
A escasas dos docenas de metros del vigía, que dormitaba echado sobre un árbol,
aherrojamos nuestras armas y, en silencio le rodeamos, haciéndole sentir la
punta de nuestra pistola contra su sien. Le amordazamos y atamos en derredor
del mismo árbol. Acto seguido, con el mismo sigilo, atamos los pies de cada uno
de los bandidos, en número de diez, que dormían a pierna suelta, sin sospechar
el destino que le deparábamos sus captores. Antes de que amaneciera habíamos
inmovilizado suficientemente a nuestros salteadores, escondidas todas sus armas,
procediendo Bernardo a efectuar un único disparo de su pistola Gastine-Renette, hacia el enrojecido
cielo. El panorama que vivimos fue burlesco, divertido. Intentaban levantarse
de su pesado sueño, con legañas en los ojos, cayendo al suelo por la inercia
del peso de sus cuerpos al tener atados los pies. Algunos rodaban, otros se
percataban de inmediato de su triste situación.
Frente
a ellos un personaje vestido totalmente de negro, con sombrero extenso y ancho
antifaz, les apuntaba con varias armas. De su cintura colgaba un látigo similar
al que usaban algunos negreros en las colonias. En la otra parte del
campamento, apuntándoles con un par de pistolas cargadas, otro personaje
enigmático, cubierto de amplio antifaz que impedía reconocerlo. ¿Dónde estaba
el centinela? –pensaba seguramente el jefe, Alfonso Soriano, que se mostraba
especialmente contrariado por el cuadro que se representaba ante sus
adormilados ojos: ¬ Estamos pensando,
seriamente, entregaros a la justicia y obtener la recompensa que ofrecen por
cada una de vuestras cabezas, en particular la de vuestro jefe –se oía firme la voz de Diego de la Vega, pero a la
vez sarcástica-. Nos vendrían de perlas
esos doblones, que por supuesto repartiríamos con los más necesitados de las
poblaciones a las que saqueáis y robáis –continuó-. Sería lo justo, ¿estáis de acuerdo?
Durante
varios segundos, el silencio de la madrugada inundó Cerro Verónica. Solamente
se oía el crepitar de las llamas que aún ardían en la hoguera, marcando el
ritmo inexorable de los acontecimientos.
¬ ¿Quiénes sois
vosotros? –exigió Alfonso Soriano- ¿De qué vais disfrazados?
¬ Eso no viene a cuento -le interrumpió Bernardo-. Se trata de vosotros, y no de nosotros.
¬ Se mudan los papeles:
los bandidos son saqueados –pronunció uno de los de la banda,
que respondía al nombre de Vallejo.
¬ Y ya se sabe… “el que
roba a un ladrón…” –dijo otro.
¬ “…Tiene cien años de
perdón” –concluyó otro bandolero con cierto aire cercano a
la ironía.
¬ Veo que no os estáis
tomando en serio vuestra situación actual. Perseguidos por las autoridades, que
han puesto precio a vuestras cabezas. Enfrentados a la población de la comarca,
que está harta de vuestras mezquindades. Incluso los gabachos os buscan para
colgaros en el patíbulo
(¿cómo se llama lo de la horca?). ¿A
quién tenéis por amigos? – sentenció Diego de la Vega, lo que hizo dudar al
grupo de desarmados.
Se
adelantó Alfonso Soriano, el jefe de este variopinto grupo de jornaleros
reconvertidos en asaltadores, de casi mendigos que se hacían llamar
libertadores, y con gesto altivo, acercándose hasta la distancia de unos tres
metros de Diego de la Vega, se encaró con él. ¬En algo estáis muy equivocados. Los aquí presentes nos consideramos
patriotas. Robamos a españoles pudientes para poder sobrevivir, y, salvo algún
mal entendido, no hemos herido de sangre a ningún paisano. Otra cosa es lo que
hacemos con los invasores. Ellos sí pueden decir que hemos herido y matado a
muchos de entre sus filas.
¬ En vuestra situación,
es normal que apeléis a estas artimañas, difíciles de demostrar –
intervino Bernardo, ansioso.
¬ No tan difícil
–una sonrisa asomó en el rostro del jefe de los bandidos.- ¿Recordáis el episodio de la muerte de un oficial de dragones de la
división del general Liger-Belair, que fue apresado por una patrulla de
paisanos, y ejecutado al instante?
Diego y Bernardo se miraron. Habían
oído hablar de ese hecho luctuoso, pues se comentaba por la zona, lo que les
demostraba la barbarie no solo del bando invasor, sino también la de los
españoles. Era cierto que ellos defendían sus tierras, sus familias, su
patrimonio, y desde ese punto de vista su causa era la justa, pero todo tenía
un límite. Sabían de ese episodio porque les turbó conocer la forma de dar
muerte al oficial y a sus acompañantes, serrados por la mitad de su cuerpo, de
abajo hacia arriba, mientras aún el oficial conservaba la vida. ¬ Sí, sabemos del caso, ¿y…?
¬ Fuimos nosotros
–se oyó decir a uno de los apresados.
¬ Sí, nosotros les
dimos caza y muerte –se oyó decir a otro.
Cierta nausea se apoderó de ambos amigos.
Imaginaban el terrible sufrimiento al que sometieron a los franceses.
Ciertamente se trataba de una guerra, donde ya se sabe que la moral y la ética
se enfrentan a una realidad en exceso cruel, pero en el caso del oficial
francés, seguían pensando que no se justificaba.
¬ Fue en la serranía de Despeñaperros,
junto a la vieja y empedrada calzada. Eran
al menos quince. Les dimos el alto y empuñando sus armas repelieron
nuestro ataque. Dieron muerte a dos camaradas de la partida, por lo que tras
someterlos, les hicimos un consejo de guerra sumarísimo y dictada sentencia de
muerte allí los ejecutamos. Algunos compañeros, familiares de nuestros
fallecidos, no se conformaban con la horca y plantearon su tormento. Yo me
opuse -era el jefe
del grupo quien relataba con brevedad los hechos-, intentando aplicar la lógica de las normas en estado de guerra, pero
los ánimos estaban demasiado exaltados y, como es costumbre entre las partidas
de los montes, sometimos el asunto a votación, siendo la mayoría favorable a su
tortura.
¬ Esta forma de
proceder no os honra –respondió El Zorro-. Es vergonzoso. Si las dos partes actuaran de
igual manera, se crearía un estado de terror que a ninguno beneficia. Alguien
debe de parar tanta violencia.
¬ ¡Cuando abandonen
nuestra tierra! –gritó uno de los de la partida a quien
apodaban Barichela.
A
pesar de que las palabras eran necesarias para que cada cual conociera la
posición del otro, Diego y su amigo no estaban dispuestos a demorar más el plan
que habían previsto para el grupo de bandoleros.
¬ Nosotros, en parte,
estamos al margen de esta disputa. No nos preguntéis porqué, pues no vais a oír
excusa alguna de nuestros labios –la voz de Bernardo se
escuchó imponiéndose al murmullo que se había generado entre la partida-. Nos traen otros asuntos.
A
continuación forzaron a los maleantes a que se ataran unos a otros, para lo que
les facilitaron sogas de esparto debidamente anudadas con usos de la marinería
que ambos habían aprendido en California. Comprobaron que las ataduras eran
fuertes para evitar sorpresas desagradables y posteriormente los amordazaron,
dejando sus oídos expeditos para que escucharan sus soliloquios y sus reproches.
Ataron
los caballos en rehala. Desvalijaron el campamento con las joyas, monedas y
objetos de valor que encontraron en la escasa hora que duró su particular
saqueo. Al final, se dirigieron al grupo, que escuchaba atento, imaginando los
gestos de sus aprehensores, aunque inquietos por la insinuación de que pensaban
entregarlos a las autoridades: ¬ Cuando
os pregunten vuestros compinches diréis que esto es obra de El Zorro y sus
amigos, llegados de otras regiones para reparar los desmanes que las partidas
de malhechores como la vuestra, siembran por el sur de España –continuó. – Si seguís con estas prácticas, os juro que
volveremos a encontrarnos.
Y
continúo: ¬ Ahí os dejamos una bolsa de
doblones de oro para que volváis con vuestras familias, pues no es nuestra
intención entregaros a la justicia.
¬ Si queréis ser
respetados por vuestros paisanos, por vuestras familias y por vuestros
enemigos, integraros en el ejército regular para combatir a los invasores. Es
el mejor consejo que os podemos dar – terció Bernardo de
forma categórica para desaparecer al galope los dos personajes, acompañados de
la rehala de caballos y yeguas que habían tomado a los bandidos.
Esa
noche, en la velada que celebraban los amigos y conocidos en La Venta, todas
las conversaciones versaban sobre la misteriosa aparición de numerosas joyas,
monedas de oro y objetos de valor en la sacristía de la Iglesia de Nuestra
Señora de la Encarnación, así como una docena de jamelgos atados en las rejas
del atrio. Antonio Martín y Andrés Muñoz especulaban acerca de la autoría de la
acción. Antonio Martín aseguraba que la partida de Alfonso Soriano se había
arrepentido de sus fechorías, devolviendo parte del botín a las víctimas.
Andrés, más realista, proponía que otra partida de patriotas había dado muerte
a aquellos y devuelto a sus legítimos dueños, las posesiones. Había quien lo
achacaba a un milagro por la intercesión de la Virgen de Zocueca. En esas
discusiones, para burlar las sospechas, participaban activamente Diego y
Bernardo, quienes no podían evitar que las miradas indiscretas y curiosas de
Pilar y de Zocueca, fijaran su atención en los dos.
Se
acercaba el final de la estancia de Diego y Bernardo en la ciudad de Baylen,
después de casi tres semanas de asueto que les sirvió a ambos para conocer el
pensamiento que los españoles de estos lares tenían acerca de las instituciones
públicas, el desarrollo de la guerra o la economía. No se les pasó por alto a
ninguno de los dos la total ignorancia que los andaluces y españoles en
general, tenían sobre el devenir de los asuntos de las colonias de ultramar, a
lo que eran totalmente ajenos. Desconocían por completo los nombres de las
posesiones y virreinatos, el tipo de cultivo y economía que se daba en cada
zona, su situación geográfica o número de habitantes. Tal vez algún parroquiano
ilustrado, que había viajado por aquellas posesiones de la corona, conocía
determinados aspectos banales, pero sin una mayor profundidad, lo que les hizo
pensar, y así lo compartieron en las largas y calurosas noches de vigilia, que
la permanencia de aquellas tierras a la Corona española, era más una cuestión
particular del ciertos políticos, que una necesidad perentoria para los
ciudadanos, pues estos, en su mayoría, subsistían con escasos recursos, y en
ningún caso, se veían favorecidos por el flujo de minerales y productos
procedentes de las colonias americanas.
Lorenzo
Moreno, el médico amigo de ambos, y miembro de la Justicia, volvió de la villa
de Guarromán, y quiso compartir con ellos un último secreto. Al salir de la
población, por el camino que conducía a Baños de la Encina, les invitó a que
descabalgaran de sus monturas, adentrándose por una zona a la que denominaban
Cerro de San Cristóbal. Vigilante, sin despertar sospechas, mirando con sigilo una
y otra vez a derecha e izquierda, subieron hasta cerca de la cota del cerro.
Retiró varios setos que ocultaban otras tantas losas de piedra, del mismo color
rojo de la tierra arcillosa, y penetraron en un laberinto de cuevas, excavadas
por la mano del hombre, en la que un alguien de cierta altura podía moverse sin
ningún problema. El aire en el interior era denso, pesado.
Encendieron
varias antorchas que hallaron preparadas en la misma entrada de la gruta. Caminaron
varios minutos sorteando recovecos, girando aquí y allá, por un itinerario que
Lorenzo conocía perfectamente, hasta llegar a una gran sala. Cuando
acostumbraron la vista a la oscuridad reinante, sus miradas se quedaron
petrificadas, las bocas entreabiertas, los músculos del cuerpo tensos, sin pronunciar
palabra. Atónitos.
Ante
sus ojos un espacio cerrado, cuadrado, de paredes blancas, que medían diez
metros por cada lado, en el que se amontonaban, sin apenas orden, numerosas
joyas de orfebrería, con incrustaciones de piedras preciosas; más de veinte
ricos tapices enrollados en pliegos, cientos de pinturas igualmente plegadas,
esculturas religiosas, y otros objetos de inmenso valor, apiñados. No supimos
ni quisimos calcular el coste de aquellas obras de arte. Tuvo que ser nuestro
amigo Lorenzo Moreno quien nos despertara de nuestro sueño y explicara que se
trataba de una decena de carros aprehendidos a los franceses cuando fueron
derrotados en la batalla de Baylen. Las Juntas Provinciales recuperaron en
torno a quinientos carros que los usurpadores habían saqueado en la ciudad de
Córdoba un mes antes, pero estos diez que contemplábamos fascinados, como si se
tratara de una visión, habían sido desviados por algunos compañeros amigos de
La Justicia que formaban en el contingente del ejército que derrotó a Dupont, y
de los cuales no iba a desvelarnos sus nombres, al tratarse de personajes
conocidos de la nueva España.
¬ Conocer
sus nombres haría peligrar no solo sus vidas, sino también las vuestras -atinó a confesarnos- Mejor no saberlos. El hecho es que prestaron un gran favor a nuestra
causa. Con estos valiosos objetos, que incluyen cuadros de Velázquez, de Goya,
de Zurbarán o del Greco, esculturas de Alonso Cano, Juan de Juni o Martínez
Montañés, y miles de joyas sustraídas de las iglesias y conventos cordobeses,
podremos establecer nuestra Orden y hacerla fuerte, actuando contra aquellos
reyes y nobles que impongan la tiranía como gobierno.
¬ Sería importante que
las generaciones futuras conocieran de estas obras de arte, pues no sería justo
privarlas de ese derecho
-intervino Diego de la Vega.
¬
Esa es la intención. Otra cuestión es lo
que nos depare el futuro –sentenció Lorenzo Moreno, dando por zanjada la
información acerca de este fabuloso botín.
A
los dos días, Bernardo y Diego de la Vega, tras despedirse de los amigos de
Baylen y Guarromán, prometiéndoles una pronta visita, continuaron su viaje
hacia la ciudad andaluza de Cádiz, deparándole este más de una sorpresa, pues
no era fácil acceder a un lugar totalmente rodeado por tierra y por mar… aunque
esa historia la dejaremos para otro momento más favorable.
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