sábado, 16 de agosto de 2014

EL ZORRO Y EL ÁGUILA. Camino de Cádiz. Cuento de Nicolás Manuel Ozáez Gutiérrez

ISABEL ALLENDE publicó en el año 2005 la novela "EL ZORRO: COMIENZA LA LEYENDA", adaptación de las aventuras creadas en 1.919 por el escritor y periodista Arthur Johnston McCulley, y que ha tenido tantas secuelas literarias y cinematográficas. ¿Quién no conoce las historias de Diego de la Vega, terrateniente californiano de finales del siglo XVIII y principios del XIX? Lo que hace Isabel Allende en su novela es situar al personaje en un tiempo anterior, para que entendamos algunos aspectos de su carácter y de su formación. Al autor de este cuento, pequeña novela o como se la quiera llamar, NICOLÁS MANUEL OZÁEZ GUTIÉRREZ, le llegó esta historia rebuscando entre sus libros amontonados, no leídos, dejados para otro momento más propicio, y desde un principio se ilusionó, intercalando esta aventura, que ocurre en España, más concretamente en Baylen, entre las fechas en las que se desarrolla la otra historia, la escrita por Isabel Allende. Narra el fugaz viaje que realizó desde Barcelona hasta el sur de España, y que no había sido desvelado en toda su amplitud hasta este momento.

Tal vez vivimos en una época que necesita de héroes, puesto que los villanos ya existen, y todos los conocemos, y quién mejor que El Zorro, quizás uno de los primeros en la ficción moderna, para que nos entretenga, a la vez que nos ilumina el horizonte.


EL ZORRO Y EL ÁGUILA. CAMINO DE CÁDIZ


¬ F     



        Diego de la Vega se quedó sorprendido al recibir la misiva, lacrada en rojo, impresa con el sello gubernamental, en el que destacaban los característicos leones de gules. Cansado por el largo viaje que le hacía cruzar la península ibérica, desde Barcelona hasta Cádiz, recordaba la extraña sensación que le produjo recibir una carta oficial de las Cortes gaditanas.  No podía tratarse de un simple despacho, pues había cruzado, escondida entre otros documentos de variado origen,  todo el suelo español, ocupado por las tropas imperiales de Napoleón, lo que entrañaba un evidente peligro para el mensajero, quien no se me ocultaba, por sus ademanes y sus maneras cuartelarias, se trataba de un jinete de cualquiera de los Regimientos de Caballería españoles que defendía la Isla de León. También suponía un riesgo para el remitente, las recién constituidas Cortes Españolas, y, por supuesto, para el destinatario, un servidor –pensó, mientras sus doloridos músculos procuraban un merecido descanso en la perfumada y cómoda estancia que le había cedido su valedor por estas latitudes, don Pedro Choza, alcalde mayor de Baylen.
            La cédula contenía un escueto texto que, aunque fácil de entender, encerraba en sí cientos de misterios para Diego de la Vega: Se le instaba a que acudiera presto a la Ciudad de Cádiz, para formar parte del selecto grupo de ciudadanos que iban a constituir las Cortes españolas, y a la que se le invitaba como suplente en representación de la colonia de Nueva España, ante la imposibilidad de que el titular elegido en ultramar, formara parte de la Asamblea constituyente, en breve espacio de tiempo. En el mensaje, que se acompañaba con una bolsa de cuero que contenía varios escudos de oro, doblones y reales de vellón, suficientes para afrontar los gastos del viaje hasta el sur de España, no se aportaban más datos, que tampoco aclaró el oficial que me lo entregó, limitándose a exigir mi firma sobre un pliego en el que aparecían otras firmas que no tuve tiempo a descifrar.
En la casa de Barcelona donde me alojaba, propiedad de mi mentor, don Tomás de Romeu, no objetaron al respecto de mi posible largo recorrido, salvo lo estrictamente exigido por su compromiso con mi progenitor y a la vez íntimo amigo:   ¬ Me es imposible contactar con don Alejandro, en tan breve espacio de tiempo, puesto que un mar nos separa, por lo cual solamente te exigiré prudencia y tino en tu viaje por tierras españolas – le instó.
Prosiguió don Tomas, dirigiéndose a Diego de la Vega. En un segundo plano, permanecía atento Bernardo, el indio que le acompañaba desde niño  ¬ Creo conocer a tu padre lo suficiente como para saber que aprobaría, sin reservas, tu viaje hacia Cádiz, y que se sentiría orgulloso de que pertenecieras a la Asamblea que se está constituyendo en la ciudad andaluza- sentenció.
¬ Ciertamente es así – terció el joven Diego de la Vega-. Largo y tendido hablamos en las noches californianas, sobre los problemas que acucian a nuestro pueblo  -las palabras “nuestro pueblo” sonaron ajenas, distintas, incluso nuevas a los oídos de don Tomás.
Aún a sabiendas de lo peligroso que era en estas fechas acometer la travesía por tierra, la familia Romeu les animó a emprender la aventura de la política. A la referida dificultad de encontrarse los lugares ocupados por la canalla, como denominaban los españoles a los gabachos, había que añadir el aprieto que suponía atravesar determinados parajes, inhóspitos, tomados por el bandolerismo, que campaba a sus anchas por las tierras del sur de España, sobre todo la Sierra Morena y el enclave denominado Despeñaperros, que hacía de cuello de botella.
           Era obligado pernoctar durante varios días en la famosa ciudad de Baylen, que hacía apenas tres años había infringido seria derrota al francés, y que era renombrada por toda Europa y por las colonias de ultramar. Allí contaba don Tomás de Romeu con un notable amigo, que a la sazón era alcalde de la villa, don Pedro Arcisclo Choza, para quien dirigía un saludo y el ruego de que nos acogieran, a Bernardo y a un servidor “como si de sus propios hijos se tratara”, en cuartilla  cerrada y lacrada y cuyo texto nos leyó con sumo gusto nuestro cuidador.
A un tiempo, próxima la partida desde mi residencia en Barcelona, me reuní con varios miembros destacados de la secreta Justicia, a la que recientemente me había adherido, solicitándole información de contactos que pudieran serme de ayuda en el recorrido, y refiriéndoles el gran honor del que había sido objeto al ser convocado a la Asamblea de las Cortes reunidas en Cádiz. Así lo entendieron mis amigos, pues me proporcionaron nombres, direcciones y salvoconductos, que yo procuré memorizar lo más fiel posible, pues no podían caer esas filiaciones en manos de autoridades españolas o francesas, pues en ambos casos el resultado podía ser desastroso para nuestra liga.



Bernardo preparó con su habitual destreza, el equipaje, que contenía lo justo y necesario para el largo y atropellado periplo que se nos aventuraba: dos pistolas y munición por cabeza, sables, un hato con mi ropa de El Zorro,  escondida entre varias mudas, camuflada. Y oculto, cosido al interior de nuestros atuendos, repartido, el dinero que habíamos recibido de las Cortes, al que sumamos el que teníamos ahorrado y el que, muy a nuestro pesar, nos procuró don Tomás y sus hijas, Isabel y Juliana, que se habían convertido, tanto para uno como para el otro, en las hermanas que nunca tuvimos, y que en España, tan lejos de nuestra amada California, habíamos encontrado.
   ¬ Os prometemos teneros debidamente informados, y visitaros, si las circunstancias y la situación de ocupación nos lo permite, en el menor tiempo posible –les dijo Diego a modo de justificación  ¬ No les vendría nada mal a usted, don Tomás, a Juliana y sobre todo a Isabel, salir de esta ciudad una temporada, alejarse de Rafael de Moncada -. Una mirada cómplice se cruzaron los cuatro jóvenes, que no pasó desapercibida para el padre de ellas.
 Si bien había sido requerida de urgencia mi presencia en la ciudad gaditana, sospechábamos que podíamos demorar nuestra llegada al menos una semana más, pues disfrutábamos de un excelente clima primaveral, caluroso pero soportable, entre el mar de olivos que nos rodeaban por doquier, y una generosa compañía humana. Las buenas gentes del lugar no estaban acostumbradas a alternar y tratar con ciudadanos españoles residentes en las colonias de ultramar, por lo que todas las atenciones eran pocas hacia nuestras personas. Y, sinceramente, tanto Bernardo como yo, nos dejábamos agasajar de halagos, afectos, mimos y apegos, a los que no estábamos acostumbrados en tierras catalanas, donde sus habitantes son, como diría yo, más… más… ¡más ásperos, más ariscos! No habíamos conocido lugar, villa o villorrio, pueblo, aldea o ciudad, donde sus gentes fueran de espíritu más generoso: te saludaban por la calle, a pesar de no conocernos, aunque es posible que ya fuéramos renombrados. Llamaba la atención entre los vecinos, nuestro distinto acento, ora distinguido, ora complicado. Nuestra piel diferente, sobre todo la de Bernardo. La distancia recorrida entre los dos mundos, que a buen seguro imaginaban cargadas de aventuras y peripecias. Por otra parte cierto, pues los acontecimientos que nos habían acaecido este último año, desde que abandonamos California en 1810, daba para colmar las páginas de al menos diez libros, a pesar de nuestra juventud.
Entre el selecto grupo con quien nos relacionábamos, contábamos con reconocidos ilustrados, caso de Antonio José Carrero, diputado; de Alfonso Matías, alguacil mayor de la villa; o José Oya, prestigioso abogado que ejercía en Jaén. De todos ellos aprendimos lo suficiente de los embrollos políticos peninsulares, a los que en honor a la verdad diré que había sido totalmente ajeno hasta la presente citación de las Cortes de Cádiz. Sí sabíamos lo suficiente de las demandas que nuestros compatriotas reclamaban desde antaño a las autoridades gubernativas españolas, y que rara vez eran escuchadas o atendidas. La conclusión a la que habíamos llegado los residentes en las colonias, al respecto de la metrópoli, era que lo único que le interesaba a esta era el oro y otros minerales y productos que fluían en abundancia de nuestras tierras. Que agotadas nuestras reservas, nos tirarían como inmundicia o despojos. Esa era la sensación que se tenía en aquellos lares, tanto entre nobles e ilustrados, como entre los jornaleros y esclavos.
Solíamos relacionarnos con un grupo numeroso de jóvenes, de entre diecinueve o veinticuatro años, hijos de terratenientes, magistrados o comerciantes, con quienes acudíamos a la verbena que cada noche se organizaba en las inmediaciones de la Venta de Postas, en el camino real, junto a la pequeña Ermita que limitaba la población, y que al ponerse el sol se animaba, arrastrándonos a los jóvenes y adultos a la tertulia y al baile mientras degustábamos un extraordinario vino autóctono que se cultivaba en la zona, y que fresco, era una delicia para el paladar.
       En cada una de estas veladas ampliábamos nuestro círculo de amistades, a la vez que obteníamos más y más información sobre los usos y costumbres de los españoles, sus ilusiones, sus quejas, sus problemas, sus preocupaciones, la mayoría de ellas del tipo económico, pero las había también por la inseguridad de los caminos, o la ocupación del territorio por las fuerzas imperiales napoleónicas. A pesar de la alegría que exteriorizaban los habitantes, había un deje de melancolía por todas esas preocupaciones latentes, que casi siempre el vino embotaba y hacía olvidar, al ritmo de unas baladas quejosas que los cantantes del pueblo entonaban acompañados de guitarras españolas de seis cuerdas que los músicos se encargaban de rasgar con vehemencia y fruición. Las voces de los flamencos, como los denominaban, inundaban de sonido y éxtasis las noches andaluzas. Bernardo y yo no cabíamos en nuestros ropajes, del gozo que sentíamos, a la vez que curiosidad por la particularidad de estos cantos populares.
De aquel grupo era con Antonio Martín y con Andrés Muñoz, de entre los hombres, con quien más congeniamos. De las mujeres, que era un grupo aparte, pero paralelo a este, con quienes solíamos coincidir prácticamente todas las jornadas, mi preferida era Zocueca, nombre corriente en Baylen en honor a su Virgen, quien según los bailenenses había propiciado la victoria sobre las tropas del General Dupont en la jornada del 19 de Julio de 1808. Bernardo, siempre en un segundo plano, como en él era habitual, sentía predilección por Pilar, una gitana de grandes ojos azabache, que acompañaba a Zocueca, su señorita, y con quien solía hablar y hablar y hablar largas horas, apartados del grupo, hasta que aquella era requerida por su dueña, aunque aquí preferían llamarlas amas, pues no estaba bien visto denominar lo que era evidente por su nombre: se trataba de una especie de esclava a la que daban en llamar asistenta. En más de una ocasión tuve que explicarles a nuestros jóvenes amigos, la relación de dependencia y autoridad que mantenía con Bernardo, que aunque sirviente a los ojos de todos ellos, era para mí una relación filial, pues desde que nacimos, habíamos vivido, jugado, tropezado, peleado, sufrido y educado juntos.
   Una de aquellas templadas noches primaverales, fui presentado a un ilustrado y liberal doctor de la cercana villa de Guarromán, que distaba apenas varias leguas de Baylen, que respondía al nombre de Lorenzo Moreno, y que por razones de trabajo hallábase en la ciudad asistiendo a un enfermo de su confianza de una dolencia asmática. Quiso la suerte que nos encontráramos en aquella jornada, pues en mi cabeza rondaba la idea de retirarme pronto a mis aposentos, pues al día siguiente teníamos concertada una visita a la alfarería de un tal Polaina,  un conocido de nuestro protector, que nos iba a descubrir los secretos del arte del moldeado y elaboración de piezas  en cerámica. Y digo “quiso la suerte”, porque el nombre de Lorenzo Moreno aparecía en la lista que mis compañeros de La Justicia me habían facilitado en Barcelona, y que se almacenaba en mi cabeza sin atisbo de error. No obstante, mantuve con el galeno una larga conversación esa noche, con el ánimo de convencerme de que era miembro de nuestra sociedad secreta. Había demasiado en juego para cometer una equivocación de tan grueso calibre. De todos era conocido que un gran porcentaje de la población española actuaban de espías al servicio de uno u otro bando, bien por cuestiones económicas, bien por miedo, o sencillamente por afinidad ideológica. Errar y descubrirle mis cartas a un extraño podía suponer no solo el fin de mi misión, sino incluso poner en riesgo a mis compañeros de La Justicia, pues aunque fuera firme mi determinación en no facilitar datos algunos, no sabía cuánto podría aguantar de una más que probable suerte de tortura.
      Sin embargo, el transcurrir de la velada, sus sabias palabras, su compromiso con las causas justas que compartíamos, y una serie de señales inequívocas, me confirmaron que el tal Lorenzo era uno de los nuestros, un miembro de la Justicia, que impartía su magisterio de sabiduría y benevolencia, por el norte de Andalucía, en la Nueva Población de Guarromán y sus alrededores. Esta circunstancia me depararía infinidad de episodios. En cualquier caso, nos sentíamos obligados el uno hacia el otro, tal y como habíamos jurado al acceder al grupo.
        Bernardo, como siempre, calibraba el alcance de mi relación de amistad con el galeno, pues era hombre dado a prever los aconteceres futuros, cualidad que yo admiraba en él y que en determinadas ocasiones me servía de brújula en mi desmesurado afán de vivir aventuras. La posterior preocupación que me transmitió me hizo dudar sobre la posibilidad de continuar nuestro viaje hacia Cádiz de forma inmediata. Aún así, decidí continuar mi estancia en Baylen unas semanas más, aprendiendo de Lorenzo los entresijos de la vida rústica en España, y la opinión que los ciudadanos del campo tenían de sus reyes y de sus políticos. Reconozco que no muy buena, por cierto, aunque el anuncio que llegaba a todos los lugares de España de que se estaba constituyendo unas Cortes en la ciudad gaditana, auspiciadas por el gobierno en el exilio, creó un clima entre la población, favorable a sus intereses.
    Es posible que fuera la primera vez en mucho tiempo, que los ciudadanos españoles se sintieran verdaderamente representados por otros hombres, y que estos, en contra de lo habitual, curiosamente, estarían dispuestos a oír sus demandas y sus peticiones. Y yo, un joven de apenas 21 años, hijo de Toypurnia, guerrera india, y de Alejandro de la Vega, un terrateniente de la Alta California, nieto de Lechuza Blanca, chamán y curandera de una tribu gabrieleña, iba a formar parte de aquel ilusionante proyecto y, presumiblemente de la historia.
          Los días pasaban y, con ellos, se ampliaban mis conocimientos sobre los usos y costumbres políticos de la antigua y de la renacida España: la salida de los austracistas del país, la llegada de los Borbones, la diferencia de estamentos sociales, las demandas del campesinado, que en ocasiones se escondía en las serranías, dándose al bandolerismo como profesión y medio de vid. Lorenzo me preguntaba qué diferencia había entre estos asaltadiligencias y aquellos otros que explotaban a sus jornaleros en el campo, o a sus trabajadores en las minas o las industrias. En ocasiones, me ilustraba acerca de los misterios de la medicina que había aprendido en la prestigiosa Universidad de Salamanca, y yo, a su vez, le introducía en los secretos de las plantas medicinales y en el lenguaje de la naturaleza viva, del que conocía lo suficiente gracias a mi abuela, Lechuza Blanca.
Desde mi llegada, junto a Bernardo, a Baylen, habían transcurrido tres semanas, y éramos habituales en las animadas noches de La Venta, en compañía de nuestros jóvenes amigos y amigas. Antonio y Andrés eran dos estimados conversadores sobre asuntos de faldas, que nos mantenían al día de los pormenores de la vida cotidiana de la pequeña población, y con quienes nos escapábamos al río Rumblar a refrescarnos y ocupar una extensa jornada que de no ser así, nos hubiera parecido aburrida. Algunas jóvenes, entre ellas Pilar, vigiladas por sus sirvientas, como era costumbre, pedían permiso a sus progenitores, para acompañarnos a almorzar y disfrutar de un día de campo. En cierta ocasión, nos ocurrió un hecho que alteró los planes del grupo, y en particular los de Bernardo y los míos. A eso de las doce de la mañana, mientras retozábamos a la sombra de un enorme acebuche, evitando los rigores de las altas temperaturas, fuimos rodeados por más de una docena de bandidos, que se habían apostado vigilando nuestros movimientos y estudiado nuestras posibles reacciones. Al descubrir que la mayoría éramos jóvenes inexpertos, desarmados, acompañados de varias señoritas, decidieron asaltarnos y exigirnos la entrega de todo lo que lleváramos de valor, incluidas monturas y caballerías.
Apenas rodeados, en un gesto espontáneo, mi vista giró hacia Bernardo, a quien rogué, con un medido gesto, que no intentara ninguna heroicidad, pues además del riesgo para nuestras propias vidas y las de nuestros amigos, pondría al descubierto nuestra identidad oculta, ante la atenta mirada de demasiados testigos. Descubrí que en aquellos escasos segundos ya había ideado algún plan, pues la tensión en él, como de animal en peligro, así me lo confirmaba. Nos conocíamos en exceso. De inmediato adoptó una postura más tranquila, colaborando con las exigencias de los malhechores, si bien no dejé de vigilarlo, pues sabía de sus reacciones y en estos instantes no nos convenía, como intentaba hacerle entender. Sin embargo, ni él ni yo pudimos contenernos cuando uno de los ruines agarró de los brazos a Pilar, con achuchones y empujones. Pilar pretendía esconder una pulsera de oro entre sus ropajes, lo que, advertido por uno de los criminales, precipitó el amago de nuestra intervención. No obstante eran demasiadas armas apuntándonos y demasiados testigos para intentar con éxito alguna locura, por lo que nos limitamos a mediar para que aquel villano soltara a nuestra amiga. Nuestros gestos, inesperados, que nos aproximaron al agresor, se saldaron con un culatazo de trabuco en las espaldas de Bernardo, y con un puñetazo en mi rostro, que aguanté en la confianza de que era lo correcto en esos momentos.
De algo sirvió nuestra alocada intervención, pues nerviosos los bandoleros, cejaron en sus propósitos, conformándose con lo tomado hasta esos momentos, que no era ni la mitad del botín que podían haber aprehendido, olvidándose a un tiempo de Pilar para fijarse en nosotros. Por un instante temí por nuestras vidas, pues no sabíamos de la fama y aguante de este grupo de villanos quienes, sin darle más importancia al asunto, rieron nuestra ocurrencia y volviendo grupas se alejaron de allí a galope tendido. Al parecer esa era la forma de actuar de los bandoleros, procurando en el menor tiempo posible acaparar el mayor trofeo que pudieran, exponiéndose lo mínimo a las autoridades que patrullaban los caminos reales.
     ¬ ¡Estáis locos!- .Aún henchido de enfado por lo acontecido, los brazos impulsivos de Pilar, que conservaba su esclava de oro, me abrazaron, recorriendo mi cuerpo, de los pies a la cabeza, un escalofrío, del que no he conseguido recuperarme del todo a pesar del tiempo transcurrido. Zocueca, por su parte, miró a Bernardo con ojos que yo diría de agradecimiento, pero a la vez de deseo, o eso al menos me pareció a mí. El resto del grupo nos rodeó, erigiéndonos de inmediato en sus héroes. – ¡Pero locos de atar! ¿A quién se le ocurre exponerse de esa forma? - Ridículo, pues no habíamos hecho nada por evitar el atropello. Sin embargo, esa fue la lección que aprendimos ese día, la de aguantar y esperar un momento más propicio para actuar. Mi corazón no estaba contento, pero mi cabeza, dolorida, me repetía una y otra vez que habíamos hecho lo correcto.



Cuando se enteraron en el pueblo, todos coincidían en que habíamos tenido suerte de salir ilesos, pues en la mayoría de las ocasiones, solían darse heridos o muertos en estas trifulcas en las que algún imprudente pretendía hacerse el héroe. Nadie llegaba a entender qué pasaba por nuestras cabezas. Probablemente hubiéramos podido reducir a un gran número de malhechores entre Bernardo y yo, incluso hacer huir al resto, pero el riesgo que entrañaba para nuestros compañeros, nos hizo actuar con calma y dejar para más adelante nuestra anunciada venganza. Aquellos de California que nos conocían, y algunos amigos recientes de Barcelona, sabían que no íbamos a quedarnos de brazos cruzados ante aquel atropello.
     Lorenzo, que permanecía por estos días en Baylen asistiendo a uno de sus enfermos, al que curaba a diario, nos explicó, por la descripción y pormenores que le dimos, que el bandido en cuestión se llamaba Alfonso Soriano, y era un huido de la justicia, con quien tenía cuentas pendientes por varios altercados y algún que otro delito de sangre, aunque no se le conocían muertes violentas, salvo algún que otro gabacho al que había hecho desaparecer en la sierra tras desvalijarlos. Esto último inclinaba, en alguna medida, la balanza hacia el lado correcto de los patriotas, entre los que contaba con alguna simpatía. A su cabeza le habían puesto precio, y ciertamente me estaba pensando cobrar esa recompensa y gozar de algunas monedas extras en nuestro periplo hacia Cádiz. Mi camarada Lorenzo, dado mi manifiesto interés,  movió algunos hilos, hizo algunas preguntas,  cobró antiguos favores, dobló algunas voluntades, y consiguió la información necesaria sobre la posible ubicación del campamento de los bandidos, que lo situaba en las estribaciones de Sierra Morena: ¬ Medra a sus anchas por estos contornos, aunque no es el único – nos informó.
¬ ¿Podrías precisar dónde se halla su campamento? –le objeté con premura.
¬ Suele variar su ubicación, aunque el lugar que más ronda es unas antiguas ruinas que los lugareños llaman Cerro Verónica. Tienen estas una posición estratégica, pues se encuentran en una elevación, desde la que se podría divisar cualquier acercamiento de extraños o de la soldadesca- nos aclaró nuestro amigo, facilitándonos otros datos de interés de la localidad de Baños de la Encina, donde se encontraba dicho enclave.
      No fue gratis la información recibida. En compensación, tuve que confesarle a Lorenzo cual era mi identidad secreta, y el sobrenombre con que me apodaban, El Zorro. Le mostré mis ropajes y le comenté algunos de los percances que tuve en el papel de dicho personaje, tanto en California como en Barcelona. Para mi sorpresa, las andanzas de El Zorro habían llegado a sus oídos, y a estas inmediaciones, más como una leyenda que como una realidad. Me prometió mantener el secreto, algo obvio que podía haberse evitado, pues entre camaradas de La Justicia, esos juramentos no son necesarios, ya que nuestra condición de miembros lo lleva implícito.
Durante dos días, en compañía de Lorenzo y de varios bañuscos conocedores de la zona, merodeamos la zona, a considerable distancia para no exponernos a ser descubiertos,  analizando en profundidad las idas y venidas de los bandoleros, sus vías de escape, sus costumbres, la orografía del terreno, percibiendo la gran cantidad de errores que cometían en materia de seguridad, de lo cual, como es lógico, nos aprovecharíamos en su momento.
A eso de las cuatro de la mañana del viernes, Bernardo y yo nos acercamos sigilosos a las proximidades del campamento. Previamente habíamos envuelto en paños las herraduras de nuestras monturas, silenciando su trote. A una legua del lugar donde acampaban los truhanes, descabalgamos y caminamos la distancia que nos separaba hasta ellos lentamente, sin anunciarnos, sin producir ruidos. A escasas dos docenas de metros del vigía, que dormitaba echado sobre un árbol, aherrojamos nuestras armas y, en silencio le rodeamos, haciéndole sentir la punta de nuestra pistola contra su sien. Le amordazamos y atamos en derredor del mismo árbol. Acto seguido, con el mismo sigilo, atamos los pies de cada uno de los bandidos, en número de diez, que dormían a pierna suelta, sin sospechar el destino que le deparábamos sus captores. Antes de que amaneciera habíamos inmovilizado suficientemente a nuestros salteadores, escondidas todas sus armas, procediendo Bernardo a efectuar un único disparo de su pistola Gastine-Renette, hacia el enrojecido cielo. El panorama que vivimos fue burlesco, divertido. Intentaban levantarse de su pesado sueño, con legañas en los ojos, cayendo al suelo por la inercia del peso de sus cuerpos al tener atados los pies. Algunos rodaban, otros se percataban de inmediato de su triste situación.
Frente a ellos un personaje vestido totalmente de negro, con sombrero extenso y ancho antifaz, les apuntaba con varias armas. De su cintura colgaba un látigo similar al que usaban algunos negreros en las colonias. En la otra parte del campamento, apuntándoles con un par de pistolas cargadas, otro personaje enigmático, cubierto de amplio antifaz que impedía reconocerlo. ¿Dónde estaba el centinela? –pensaba seguramente el jefe, Alfonso Soriano, que se mostraba especialmente contrariado por el cuadro que se representaba ante sus adormilados ojos: ¬ Estamos pensando, seriamente, entregaros a la justicia y obtener la recompensa que ofrecen por cada una de vuestras cabezas, en particular la de vuestro jefe –se oía  firme la voz de Diego de la Vega, pero a la vez sarcástica-. Nos vendrían de perlas esos doblones, que por supuesto repartiríamos con los más necesitados de las poblaciones a las que saqueáis y robáis –continuó-. Sería lo justo, ¿estáis de acuerdo?
Durante varios segundos, el silencio de la madrugada inundó Cerro Verónica. Solamente se oía el crepitar de las llamas que aún ardían en la hoguera, marcando el ritmo inexorable de los acontecimientos.
¬ ¿Quiénes sois vosotros? –exigió Alfonso Soriano- ¿De qué vais disfrazados?
¬ Eso no viene a cuento  -le interrumpió Bernardo-. Se trata de vosotros, y no de nosotros.
¬ Se mudan los papeles: los bandidos son saqueados –pronunció uno de los de la banda, que respondía al nombre de Vallejo.
¬ Y ya se sabe… “el que roba a un ladrón…” –dijo otro.
¬ “…Tiene cien años de perdón” –concluyó otro bandolero con cierto aire cercano a la ironía.
¬ Veo que no os estáis tomando en serio vuestra situación actual. Perseguidos por las autoridades, que han puesto precio a vuestras cabezas. Enfrentados a la población de la comarca, que está harta de vuestras mezquindades. Incluso los gabachos os buscan para colgaros en el patíbulo  (¿cómo se llama lo de la horca?). ¿A quién tenéis por amigos? – sentenció Diego de la Vega, lo que hizo dudar al grupo de desarmados.
Se adelantó Alfonso Soriano, el jefe de este variopinto grupo de jornaleros reconvertidos en asaltadores, de casi mendigos que se hacían llamar libertadores, y con gesto altivo, acercándose hasta la distancia de unos tres metros de Diego de la Vega, se encaró con él. ¬En algo estáis muy equivocados. Los aquí presentes nos consideramos patriotas. Robamos a españoles pudientes para poder sobrevivir, y, salvo algún mal entendido, no hemos herido de sangre a ningún paisano. Otra cosa es lo que hacemos con los invasores. Ellos sí pueden decir que hemos herido y matado a muchos de entre sus filas.
¬ En vuestra situación, es normal que apeléis a estas artimañas, difíciles de demostrar – intervino Bernardo, ansioso.
¬ No tan difícil –una sonrisa asomó en el rostro del jefe de los bandidos.- ¿Recordáis el episodio de la muerte de un oficial de dragones de la división del general Liger-Belair, que fue apresado por una patrulla de paisanos, y ejecutado al instante?
        Diego y Bernardo se miraron. Habían oído hablar de ese hecho luctuoso, pues se comentaba por la zona, lo que les demostraba la barbarie no solo del bando invasor, sino también la de los españoles. Era cierto que ellos defendían sus tierras, sus familias, su patrimonio, y desde ese punto de vista su causa era la justa, pero todo tenía un límite. Sabían de ese episodio porque les turbó conocer la forma de dar muerte al oficial y a sus acompañantes, serrados por la mitad de su cuerpo, de abajo hacia arriba, mientras aún el oficial conservaba la vida. ¬ Sí, sabemos del caso, ¿y…? 
¬ Fuimos nosotros –se oyó decir a uno de los apresados.
¬ Sí, nosotros les dimos caza y muerte –se oyó decir a otro.
 Cierta nausea se apoderó de ambos amigos. Imaginaban el terrible sufrimiento al que sometieron a los franceses. Ciertamente se trataba de una guerra, donde ya se sabe que la moral y la ética se enfrentan a una realidad en exceso cruel, pero en el caso del oficial francés, seguían pensando que no se justificaba.
      ¬ Fue en la serranía de Despeñaperros, junto a la vieja y empedrada calzada. Eran  al menos quince. Les dimos el alto y empuñando sus armas repelieron nuestro ataque. Dieron muerte a dos camaradas de la partida, por lo que tras someterlos, les hicimos un consejo de guerra sumarísimo y dictada sentencia de muerte allí los ejecutamos. Algunos compañeros, familiares de nuestros fallecidos, no se conformaban con la horca y plantearon su tormento. Yo me opuse  -era el jefe del grupo quien relataba con brevedad los hechos-, intentando aplicar la lógica de las normas en estado de guerra, pero los ánimos estaban demasiado exaltados y, como es costumbre entre las partidas de los montes, sometimos el asunto a votación, siendo la mayoría favorable a su tortura.
¬ Esta forma de proceder no os honra –respondió El Zorro-. Es vergonzoso. Si las dos partes actuaran de igual manera, se crearía un estado de terror que a ninguno beneficia. Alguien debe de parar tanta violencia.
¬ ¡Cuando abandonen nuestra tierra! –gritó uno de los de la partida a quien apodaban Barichela.
A pesar de que las palabras eran necesarias para que cada cual conociera la posición del otro, Diego y su amigo no estaban dispuestos a demorar más el plan que habían previsto para el grupo de bandoleros.
¬ Nosotros, en parte, estamos al margen de esta disputa. No nos preguntéis porqué, pues no vais a oír excusa alguna de nuestros labios –la voz de Bernardo se escuchó imponiéndose al murmullo que se había generado entre la partida-. Nos traen otros asuntos.
A continuación forzaron a los maleantes a que se ataran unos a otros, para lo que les facilitaron sogas de esparto debidamente anudadas con usos de la marinería que ambos habían aprendido en California. Comprobaron que las ataduras eran fuertes para evitar sorpresas desagradables y posteriormente los amordazaron, dejando sus oídos expeditos para que escucharan sus soliloquios y sus reproches.
Ataron los caballos en rehala. Desvalijaron el campamento con las joyas, monedas y objetos de valor que encontraron en la escasa hora que duró su particular saqueo. Al final, se dirigieron al grupo, que escuchaba atento, imaginando los gestos de sus aprehensores, aunque inquietos por la insinuación de que pensaban entregarlos a las autoridades: ¬ Cuando os pregunten vuestros compinches diréis que esto es obra de El Zorro y sus amigos, llegados de otras regiones para reparar los desmanes que las partidas de malhechores como la vuestra, siembran por el sur de España –continuó. – Si seguís con estas prácticas, os juro que volveremos a encontrarnos.
Y continúo: ¬ Ahí os dejamos una bolsa de doblones de oro para que volváis con vuestras familias, pues no es nuestra intención  entregaros a la justicia.
¬ Si queréis ser respetados por vuestros paisanos, por vuestras familias y por vuestros enemigos, integraros en el ejército regular para combatir a los invasores. Es el mejor consejo que os podemos dar – terció Bernardo de forma categórica para desaparecer al galope los dos personajes, acompañados de la rehala de caballos y yeguas que habían tomado a los bandidos.
Esa noche, en la velada que celebraban los amigos y conocidos en La Venta, todas las conversaciones versaban sobre la misteriosa aparición de numerosas joyas, monedas de oro y objetos de valor en la sacristía de la Iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, así como una docena de jamelgos atados en las rejas del atrio. Antonio Martín y Andrés Muñoz especulaban acerca de la autoría de la acción. Antonio Martín aseguraba que la partida de Alfonso Soriano se había arrepentido de sus fechorías, devolviendo parte del botín a las víctimas. Andrés, más realista, proponía que otra partida de patriotas había dado muerte a aquellos y devuelto a sus legítimos dueños, las posesiones. Había quien lo achacaba a un milagro por la intercesión de la Virgen de Zocueca. En esas discusiones, para burlar las sospechas, participaban activamente Diego y Bernardo, quienes no podían evitar que las miradas indiscretas y curiosas de Pilar y de Zocueca, fijaran su atención en los dos.
Se acercaba el final de la estancia de Diego y Bernardo en la ciudad de Baylen, después de casi tres semanas de asueto que les sirvió a ambos para conocer el pensamiento que los españoles de estos lares tenían acerca de las instituciones públicas, el desarrollo de la guerra o la economía. No se les pasó por alto a ninguno de los dos la total ignorancia que los andaluces y españoles en general, tenían sobre el devenir de los asuntos de las colonias de ultramar, a lo que eran totalmente ajenos. Desconocían por completo los nombres de las posesiones y virreinatos, el tipo de cultivo y economía que se daba en cada zona, su situación geográfica o número de habitantes. Tal vez algún parroquiano ilustrado, que había viajado por aquellas posesiones de la corona, conocía determinados aspectos banales, pero sin una mayor profundidad, lo que les hizo pensar, y así lo compartieron en las largas y calurosas noches de vigilia, que la permanencia de aquellas tierras a la Corona española, era más una cuestión particular del ciertos políticos, que una necesidad perentoria para los ciudadanos, pues estos, en su mayoría, subsistían con escasos recursos, y en ningún caso, se veían favorecidos por el flujo de minerales y productos procedentes de las colonias americanas.
Lorenzo Moreno, el médico amigo de ambos, y miembro de la Justicia, volvió de la villa de Guarromán, y quiso compartir con ellos un último secreto. Al salir de la población, por el camino que conducía a Baños de la Encina, les invitó a que descabalgaran de sus monturas, adentrándose por una zona a la que denominaban Cerro de San Cristóbal. Vigilante, sin despertar sospechas, mirando con sigilo una y otra vez a derecha e izquierda, subieron hasta cerca de la cota del cerro. Retiró varios setos que ocultaban otras tantas losas de piedra, del mismo color rojo de la tierra arcillosa, y penetraron en un laberinto de cuevas, excavadas por la mano del hombre, en la que un alguien de cierta altura podía moverse sin ningún problema. El aire en el interior era denso, pesado.
Encendieron varias antorchas que hallaron preparadas en la misma entrada de la gruta. Caminaron varios minutos sorteando recovecos, girando aquí y allá, por un itinerario que Lorenzo conocía perfectamente, hasta llegar a una gran sala. Cuando acostumbraron la vista a la oscuridad reinante, sus miradas se quedaron petrificadas, las bocas entreabiertas, los músculos del cuerpo tensos, sin pronunciar palabra. Atónitos.
Ante sus ojos un espacio cerrado, cuadrado, de paredes blancas, que medían diez metros por cada lado, en el que se amontonaban, sin apenas orden, numerosas joyas de orfebrería, con incrustaciones de piedras preciosas; más de veinte ricos tapices enrollados en pliegos, cientos de pinturas igualmente plegadas, esculturas religiosas, y otros objetos de inmenso valor, apiñados. No supimos ni quisimos calcular el coste de aquellas obras de arte. Tuvo que ser nuestro amigo Lorenzo Moreno quien nos despertara de nuestro sueño y explicara que se trataba de una decena de carros aprehendidos a los franceses cuando fueron derrotados en la batalla de Baylen. Las Juntas Provinciales recuperaron en torno a quinientos carros que los usurpadores habían saqueado en la ciudad de Córdoba un mes antes, pero estos diez que contemplábamos fascinados, como si se tratara de una visión, habían sido desviados por algunos compañeros amigos de La Justicia que formaban en el contingente del ejército que derrotó a Dupont, y de los cuales no iba a desvelarnos sus nombres, al tratarse de personajes conocidos de la nueva España.
       ¬ Conocer sus nombres haría peligrar no solo sus vidas, sino también las vuestras   -atinó a confesarnos- Mejor no saberlos. El hecho es que prestaron un gran favor a nuestra causa. Con estos valiosos objetos, que incluyen cuadros de Velázquez, de Goya, de Zurbarán o del Greco, esculturas de Alonso Cano, Juan de Juni o Martínez Montañés, y miles de joyas sustraídas de las iglesias y conventos cordobeses, podremos establecer nuestra Orden y hacerla fuerte, actuando contra aquellos reyes y nobles que impongan la tiranía como gobierno.
¬ Sería importante que las generaciones futuras conocieran de estas obras de arte, pues no sería justo privarlas de ese derecho  -intervino Diego de la Vega.
¬ Esa es la intención. Otra cuestión es lo que nos depare el futuro –sentenció Lorenzo Moreno, dando por zanjada la información acerca de este fabuloso botín.
A los dos días, Bernardo y Diego de la Vega, tras despedirse de los amigos de Baylen y Guarromán, prometiéndoles una pronta visita, continuaron su viaje hacia la ciudad andaluza de Cádiz, deparándole este más de una sorpresa, pues no era fácil acceder a un lugar totalmente rodeado por tierra y por mar… aunque esa historia la dejaremos para otro momento más favorable.
  


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