domingo, 20 de mayo de 2012

Publicado el 28 de marzo de 2011 en el blog amigo "EL DESIERTO CARMESÍ". El mismo Nicholas Wilcox que referimos en la novela "Nunca supieron...", de Manolo Ozáez

Capítulo 58 de la novela "Nunca supieron de qué guerra se trataba"


“Hay dos cosas difíciles de encontrar en el Vaticano: la honradez y una buena taza de café.” (La lápida templaria. Nicholas Wilcox)

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 Aparecido en el blog: "El desierto Carmesí"

EL EXTRAÑO CASO DE NICHOLAS WILCOX


Siguiendo con Karl May, he recordado que él mismo se disfrazaba de Old Shatterhand y se fotografiaba para convencer a sus lectores de que el héroe existía. El mismo autor presumía de que conocía 1400 dialectos y hombre de mundo, cuando era un viajero frustrado (como Verne) que no pisó Arizona hasta muchísimo después de haberla imaginado. En la mitad oscura de Stephen King, el escritor protagonista crea un pseudónimo que se torna real e incluso quiere suplantarlo. El William Wilson de Poe tenía un dopellganger (más moral y recto que el auténtico) y esta cadena de pensamientos me lleva hasta Nicholas Wilcox, autor inventado por Juan Eslava Galán para vender libros sobre templarios y de aventura histórica, en lo que es una pirueta que parece un cuento de Borges. Es genial, y mucho me temo que no me creeríais, así que mejor que lo leáis de la mano de Pérez Reverte, que fue el que lo destapó en uno de sus artículos:

"Durante algún tiempo me intrigó el caso de Nicholas Wilcox: escritor inglés, nacido en Nigeria, aficionado a la ornitología, erudito, viajero constante, buen conocedor de España y su cultura, autor de novelas de intriga histórica ambientadas aquí. La lápida templaria fue el primer libro suyo que cayó en mis manos, y luego la trilogía: Los falsos peregrinos, Las trompetas de Jericó y La sangre de Dios. Este tío, me decía al leerlo, se sabe esta tierra como la palma de la mano, y no sólo eso. Costumbres, gastronomía, ciudades, paisajes. Lo controla todo. Uno de esos ingleses apasionados por España, como Kamen y Elliott y toda la peña, pero éste en plan best-seller sin complejos. Y además lo leen, de lo que me alegro infinito, porque cuenta unas historias estupendas; y eso de que alguien cuente historias y encima la gente las lea, revienta mucho a los cagatintas que viven del morro, o sea, de poner posturitas en mesas redondas -la narrativa en el próximo milenio y cosas así- sin haber tenido nada que contar en su puta vida, y encima van y patalean porque la gente no los comprende. Así que olé los huevos del Wilcox éste, me dije. Aunque sea también perro inglés. Que cuantos más seamos, cada uno en su registro, más nos reímos, y en la biblioteca de un lector de pata negra tanto montan El asesinato de Rogelio Ackroyd como La montaña mágica, y no hay como pasar buenos ratos echando pan a los patos.


Comentaba todo esto hace tiempo en Sevilla con mi amigo Juan Eslava Galán, premio Planeta de los de antes -En busca del Unicornio se titulaba aquella bellísima y conmovedora aventura-, y tan amigo mío que hasta lo metí, sin pedirle permiso de chulo de putas y espadachín a sueldo bajo el nombre de El Galán de la Alameda en la última aventura de Alatriste. Hablaba yo de Wilcox, decía, con Juan Eslava mientras nos tomábamos en Las Teresas, catedral del tapeo, unas manzanillas y un jamón de esos que sientes el éxtasis místico cuando te lo zampas. Y entre manzanilla y manzanilla le comenté a Juan Eslava lo de Wilcox, ya que en las novelas figura él como traductor. Ese inglés, dije, sabe mucho y lo cuenta de puta madre. ¿Verdad? Y entonces Juan se rió así como él hace, grandote, socarrón y tranquilo. Lo conozco hace la tira, y al verlo reírse de aquella manera me quede pensando y luego le dije no puede ser. Cacho cabrón. No me digas que Wilcox eres tú.


Lo era. Años atrás se topó con unas notas de una especie de logia templaria que hubo en Jaén, y se le ocurrió que el material era chachi para una novela de acción y misterio con un toque esotérico. El temor a que sus lectores habituales se sintieran decepcionados por una incursión tan clara en el género, lo decidió a inventarse un pseudónimo. Así nació Nicholas Wilcox, de quien Juan reclamó oficialmente el digno papel de traductor. Necesitaba una biografía, naturalmente; de modo que -me imagino la risa y la guasa, porque lo conozco- la fabricó ad hoc: nacido en colonia británica de África, viajero, aventurero, experto ornitólogo, apasionado de España, etcétera.Había una pega, y es que la colección de libros donde aparecieron los de Wilcox llevaba la foto del autor en la solapa. Así que Juan metió la de su hermano, que tiene más pinta de británico y de aventurero que él de aquí a Lima. Una foto en la que el presunto Wilcox parece que está ante el Nilo o algo parecido, cuando el agua que se ve detrás es, en realidad, una piscina de las Alpujarras. O de por ahí.


De anécdotas, imagínense. Miles. Verbigracia, que el año pasado invitaron a Nicholas Wilcox a la Semana negra de Gijón, y como oficialmente estaba viajando por el Amazonas en ese preciso momento, tuvo que ocupar su lugar el humilde traductor, Juan Eslava.O quienes le piden a Juan que traduzca más Wilcox a lo que él replica que es muy lento traduciendo que tiene mucho trabajo -ahora está con una novela nueva entre manos, para suerte de sus numerosos lectores y amigos- y que tengan paciencia. O lo mejor de todo: el lector exigente qué escribió una extensa carta criticando varios fallos en la traducción que delataban la procedencia inglesa de los textos, y aconsejando más rigor y eficiencia la próxima vez. Carta a la que Juan respondió muy cortésmente, prometiendo esmerarse en lo sucesivo.Y es que la literatura también consiste en esas cosas: juegos, guiños, libros, lectores y amigos. En lo que a amigos se refiere, yo mismo he guardado silencio sobre el caso Wilcox todos estos años. Omertá siciliana. Lo cuento al fin porque una revista ha dado el cante, y el camarada Wilcox acaba de salir del armario literario. Mejor así. No sea que al final ocurra como en esa novela que siempre le digo a Juan que escriba para rematar la serie Wilcox: un novelista que escribe como traductor de sí mismo, y que como el presunto autor no aparece, es acusado de asesinar a su propio pseudónimo: El extraño caso del traductor asesino.

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