viernes, 25 de agosto de 2017

Artículo de Manuel Ozáez para el número 121 de la revista BAILÉN INFORMATIVO

Número 121 de BAILÉN INFORMATIVO


Diario del capitán Gutiérrez


V-VIII-MDCCCXV


El reventón de La Peza”


Texto completo enviado a la redacción del diario BAYLEN INFORMATIVO para su publicación en el año de nuestro Señor de MDCCCXVI:

- Mira que le avisamos, que no jugara con pólvora -asintió el teniente de artilería Gutiérrez.

- Pero es que Ramón es un insensato -le respondió el subteniente Padilla-, y por eso le acaecen tal cantidad de anécdotas y sucesos en su devenir por la vida.

- Quizá hasta tengamos que felicitarnos por que no hubiera desgracias mayores en la ciudad de la Peza, en el verano del 1.814, cuando le reventó el mosquete en plena algarada festiva, y acaso alguna copa de vino de más.

- Cuéntenos la historia de nuevo, mi teniente -corearon al unísono el resto de los sirvientes de la pieza de artillería que mandaba el oficial.

El teniente Gutiérrez al principio dudó, pero sabía que debía mantener alerta a sus tropas, y el fuego del campamento que habían improvisado le producía por momentos sonnoliencia al batallón. Bien chascarrillos divertidos, bien canciones alegres, bien anécdotas de la milicia, la situación requería entretener a sus artilleros y, si además, era de una forma amena e inocente mejor. Eso sí, con permiso del ausente Ramón Montañés, artillero de primera y protagonista, en primera persona, del ocurrente suceso.

Comenzó a narrar las peripecias del compañero:

-“Como sabéis, estábamos en la villa granadina de La Peza, en las estribaciones de Sierra Nevada. Era agosto de 1.814, cuatro años antes habían ocurrido los sangrientos sucesos en los que la población, con su alcalde, Manuel Atienza, el Carbonero, al frente, se habían enfrentado a las bien entrenadas tropas del exército francés. Como quiera que la guerra había llegado a su fin en todo el territorio patrio, cada reducto festejaba sus hechos de armas, bien recordando a sus muertos y heridos, bien sus victorias. En este caso, rememoraban el episodio que todos conocéis, del cañón de madera que reventó en la refriega contra el invasor, y que produjo igual número de víctimas entre lapeceños que entre los galos.

Cuatro años después, en La Peza, con Celia, la actual alcaldesa Carbonera, se celebraban veladas y agasajos para recordar el heróico suceso que allí aconteciere. El vino y las viandas corrían de mesa en mesa, en la plaza del ayuntamiento. De todos los portales surgían jarras de vino, carnes, chorizos, quesos y otros sustentos. Entre comentarios y risas, un joven y virtuoso pianista, que animaba la velada, intimó con Ramón, el artillero, maldiciendo que por su edad, no hubiera podido blandir un arma y acerrojarla contra el invasor francés en aquella aciaga jornada. Ramón, displicente como en él es habitual, se prestó a enseñarle el manejo de la pistola, solicitándome permiso para ello, a lo cual accedí sin imaginar las posteriores consecuencias de sus actos.

Marchó con dos mujeres de la villa y con el joven pianista hacia el carruaje donde almacenábamos la munición y el armamento, para usar una de las pistolas que los oficiales tenemos asignadas para nuestra protección. No obstante, viendo, junto a esta, apoyado un mosquete de fabricación inglesa que nuestros colegas de las islas nos habían proporcionado tiempo ha, optó por el de mayor calibre para enseñar la carga y disparo al entusiasmado infante.

Hasta aquí todo normal, propio de la milicia en su contacto con la población civil. Lo que comenzó a torcer la levedad de esta historia es que, como quiera que Ramón, de mote gorrión, no encontraba ningún cartucho de pólvora a medida de mosquete o pistola, agarró un balote de pólvora de la medida del cañón de XII libras, que supone unos quinientos gramos, y calculando a ojo de buen cubero, se dispuso a cargar el tubo del mosquete, con tan mal tino que prácticamente completó la carga de este”.

Algunos de los artilleros que allí escuchaban no pudieron evitar soltar unas risas, pues, de alguna forma, preveían el posible resultado de esta historia, agudizando más aún su atención si cabe.

-“Convirtió un simple mosquete en casi una pieza de artillería más pesada, y de resultado imprevisto, lo que en ningún momento calculó adecuadamente. Tal vez la poca luz en las estrechas calles, tal vez el exceso de vino consumido, la euforia de los festejos, o acaso envalentonarse ante la presencia de compañía femenina, pero lo cierto y verdad es que, el insensato, había fabricado una bomba sin saberlo, lo que aún la hacía más peligrosa. Dicho esto entregó el arma al joven artista para su bautismo de fuego, que más que bautismo podría haber sido un chapuzón de pólvora y metralla. La divina casualidad, providencia o lo que fuera, quiso que una de las damas que con ellos se encontraban, sugiriera que el primer disparo lo ejecutara el artillero, como más experimentado, consintiendo este, lo que salvó, probablemente la vida del doncel.

Agarró el mosquete y tras alimentar de pólvora la cazoleta, apuntó hacia el final de la calzada, forzó la llave de chispa y erró el disparo. ¡Maldición!, profería el artillero. Y así una, dos, tres, cuatro, cinco y hasta seis veces erró el mosquetero. A estas que, aún avergonzado por el desatino, ya había casi desistido de efectuar el disparo cuando la piedra de pedernal lanzó su chispa y, pillándole desprevenido, con las manos bajas, el cuerpo distendido y asido el mosquete sin fuerza, pegó tal reventón este que lanzó al artillero hacia atrás en vuelta de campana, dejándolo arrastrado por el suelo, la cara ennegrecida de la pólvora quemada, el brazo izquierdo quemado, los dedos de la mano derecha ensangrentados, y un moretón, ¡qué digo moretón!, ¡más que arzobispo, cardenal!, verdugón, que le ocupaba toda la parte interna de la nalga, donde golpeara el mosquete en su bestial retroceso.

El infante quedó perplejo, sin pronunciar palabra alguna. Gracias a que las damas reaccionaron a tiempo y, mojando la esperpéntica cara del asombrado sujeto, pudieron reconducir la situación. No obstante, hubo otro amago de desfallecimiento del compañero Ramón, que parecía más muerto que vivo; entre blanco y amarillo.

A esto, el joven, nervioso, vino a avisarme del suceso y corrí hacia ellos, sin apenas haberme enterado de la parte o del todo. Allí me encontré la escena, como un cuadro del Greco, Dos mujeres humedeciendo al herido, y este, sentado, con las piernas abiertas, los ojos desorbitados, demacrado, ya digo, entre blanco y amarillo, intentando recuperarse del susto, aún aturdido.”.

Hubo de tomarse un respiro, pues los soldados allí reunidos, en torno al fuego del campamento, se revolcaban a carcajadas limpias, reían, lloraban, porfiaban. Unos se agarraban el estómago de dolor por la risa. Otros se desternillaban revolcándose por la hierba. Al rato, el subteniente Padilla pidió saber cómo concluyó la jornada.

-“Pues al rato de aquella escena, en la cantina de La Peza, entre bromas y risas, nos mirábamos las dos damas, el protagonista y yo mismo, pues el joven pianista huyó, poniendo pies en polvorosa, perdón por el simil, mejor diríamos pies en su hogar, y olvidarse para siempre de las milicias, pues del primer contacto que con ellas tuvo, no salió muy bien parado que digamos. Allí, junto al fuego de la cantina, nos contamos estas y otras historias que acaecen al buen amigo Ramón en su devenir diario, y que en ocasiones son motivo de chanza, aunque tengo que decir que en aquesta ocasión temimos por su integridad, o por decirlo más claro, por su vida”.

Todos aplaudieron la historia, pues conocían a Ramón Montañés, el protagonista, y sabían de sus muchas peripecias, de sus lances, de sus desventuras, la mayor de las veces gozosas, aunque en ocasiones no desprovistas de su dosis de dramatismo.





El teniente de artillería O. Gutiérrez

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