Buenos días, o al menos a mí me lo parece, ¿para ti qué tal son? Con demasiada frecuencia me encuentro gente enfadada, furibunda, quejándose del mal humor del vecino; molesto porque Hacienda le ha dado una puñalada trapera; irritado por hacer cola en los pasillos del ambulatorio; resentidos unos con los políticos de un bando con el que no comulga, molestos los otros con las decisiones, todas, que toman aquellos a los que no votó ni votaría nunca. Con excesiva reiteración se suceden en nuestro entorno frases despectivas hacia personas a las que no hemos tratado en las distancias cortas, de las que nos han dicho esto o aquello, y sin dudarlo, como si se tratara de verdades absolutas, nos las hemos creído, viniendo de quien venía, sin cuestionarlas, a pies juntillas. Cada día nos parecemos más, en pensamiento, al esperpento que nos esforzábamos en esquivar. Quejicas, plañideros, llorones, ante cualquier situación por nimia que esta sea, obcecados en criticar sin argumentos, en protestar sin razonamientos y en reclamar para demostrarnos a nosotros mismos que nuestras tesis siempre son ciertas, que nuestro juicio es tajante, único, palabras que en esencia son sinónimas de dogmático, autoritario, categórico, dictatorial, tiránico o dominante. Cada amanecer me levanto con la esperanza de encontrarme a un hombre justo que me repita la rotunda fórmula de los “buenos días”, y que crea en ella, que difiera y convenga a un mismo tiempo, que diserte con la aplastante lógica de la capacidad de convencer siendo justo y moderado a un tiempo, pues me entristece que, llegado al crepúsculo, los lugares por los que habito, no han sido regados por las gotas de la sabiduría, la erudición o el discernimiento, lamentablemente.
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