miércoles, 17 de julio de 2019

“BOTINES DE GUERRA”.



ASOCIACIÓN HISTÓRICO CULTURAL GENERAL REDING


                       Por Manolo Ozáez, Secretario de la Asociación


Se hizo costumbre entre los Regimientos de la Artillería Española de principios del siglo XIX esquilmar los denominados “botines de guerra”, en aquellas poblaciones de la península, que habían confraternizado con el enemigo galo. De las crónicas de la época destacamos algunas anécdotas acaecidas al Regimiento de Artillería número Tres, con sede en Sevilla, que participara en la contienda de la Batalla de Baylen de 1.808.  A modo de ejemplo nos narran los faroles que se anexionaron de la villa de Fuengirola, escondidos entre los abrigos que los artilleros usaron por aquellas tierras, o los símbolos y bombetas de los cuarteles donde se alojaran los regimientos franceses.

Más curiosos fueron las enseñas y banderas que colgaban de los edificios de Móstoles tras el paso del Rey Fernando VII por la ciudad, y que a la noche siguiente de la comitiva, los mostoleños descolgaron -algunas desde alturas inverosímiles- para conservarlos como recuerdos efímeros. Aunque les costó conseguir algunas de dichas enseñas, tras más de un año de intentarlo, se consiguieron dos estupendas banderas policromadas, realizadas al efecto. O los cuadros de Cristo crucificado, de la zona de la Maragatería, en León. Otros, más osados, desnudaron a algunos campesinos y hacendados, en las proximidades de Zocueca, en represalia por sus maneras y modos afrancesados, haciéndose como botín de sobrero de ala ancha, redecillas para el pelo, camisa, chaquetilla, pantalones, fajín e inclusive zapatos, que aún hoy conservan en el ropero de sus aposentos, para su uso cotidiano, incluso cedido a propios y extraños.

Cartelería del Consistorio de Ocaña, monedas de curso legal en Camuñas, con el rostro del Francisquete, un partisano que se enfrentó al todopoderoso ejército francés, en represalia por la muerte de su hermano; o ducados y maravedíes que obtuvieron por los alrededores de la villa de Baylen. Algunos dicen que prestados de los casi quinientos desaparecidos carros que las tropas de Dupont transportaban por estas tierras, de su saqueo de Córdoba y otras villas andaluzas. La que más recuerdan, como primera que fue, los letreros y carteles que se exhibían en las calles de Almansa, y que algún artillero desaprensivo desmochó de los árboles y farolas de los que prendían. Entre las obras de arte saqueadas algunos cuadros del genial pintor Bartolomé Recena Molina.

Plumines de sombreros, botones de guerreras, galones perdidos, puntas de briquet esparcidas por los campos de batalla, gorros cuarteleros, bombas de cañón sin detonar, balas de plomo de los mosquetes, puntas de bayonetas, espuelas, incluso imágenes sacras que algún lunático artillero pensó que abonaban el justiprecio de sus sacrificios por el Rey y por España. Cubiertos, cartas de menús de las fondas donde se alojaban, mantas militares con las que en los cuarteles se tapaban, guitarras malolientes que decoraran un turbio acuartelamiento mugriento y casi abandonado. Todo valía para presumir del mejor y más curioso botín de guerra capturado.

Y lo cierto y verdad es que, en la mayoría de los casos, se trataba de objetos sin apenas valor crematístico o valor artístico, pero los ufanos presumían de ser los más bravos artilleros. Lo cierto y verdad es que las hazañas, si podemos llamarlas así, por lo escueto, se realizaban tras una noche de jarana y vigilia en los peores mesones y burdeles de los campos y tierras de España y Portugal.

Las crónicas de las hazañas de los artilleros, que han llegado de boca en baso a nuestras manos, y en algunos casos escritas con pluma, nos hablan de libros de autores desconocidos, revistas y diarios de la época, como la que editaba el grupo CAECILIA, cascos vacíos de botellas que imaginaban tesoros los ingenuos artilleros. Al final, se trataba de una suerte de recuerdo de los viajes y estancias de los sufridos soldados españoles por las campiñas y valles patrios, en una época en la que el mejor botín de guerra era el sol del amanecer de cada día, pues nadie podía prever lo que la jornada le deparaba, sumidos en una contienda que asoló España, de norte a sur y de este a oeste, y de la que algunos soldados solo conservan como recuerdo, sus heridas, y algún que otro objeto banal, módico, trivial y de escaso valor, pero que guardan como oro en paño, quizás por la nostalgia de otro tiempo mejor porque “cualquier tiempo pasado fue mejor”, que diría el poeta segureño.





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