Número 121 de
BAILÉN INFORMATIVO
Diario
del capitán Gutiérrez
V-VIII-MDCCCXV
“El
reventón de La Peza”
Texto
completo enviado a la redacción del diario BAYLEN INFORMATIVO para
su publicación en el año de nuestro Señor de MDCCCXVI:
-
Mira que le avisamos, que no jugara con pólvora -asintió el
teniente de artilería Gutiérrez.
-
Pero es que Ramón es un insensato -le respondió
el subteniente Padilla-, y por eso le acaecen tal cantidad de
anécdotas y sucesos en su devenir por la vida.
-
Quizá hasta tengamos que felicitarnos por que no hubiera desgracias
mayores en la ciudad de la Peza, en el verano del 1.814, cuando le
reventó el mosquete en plena algarada festiva, y acaso alguna copa
de vino de más.
-
Cuéntenos la historia de nuevo, mi teniente -corearon al
unísono el resto de los sirvientes de la pieza de artillería que
mandaba el oficial.
El teniente Gutiérrez al
principio dudó, pero sabía que debía mantener alerta a sus tropas,
y el fuego del campamento que habían improvisado le producía por
momentos sonnoliencia al batallón. Bien chascarrillos divertidos,
bien canciones alegres, bien anécdotas de la milicia, la situación
requería entretener a sus artilleros y, si además, era de una forma
amena e inocente mejor. Eso sí, con permiso del ausente Ramón
Montañés, artillero de primera y protagonista, en primera persona,
del ocurrente suceso.
Comenzó
a narrar las peripecias del compañero:
-“Como
sabéis, estábamos en la villa granadina de La Peza, en las
estribaciones de Sierra Nevada. Era agosto de 1.814, cuatro años
antes habían ocurrido los sangrientos sucesos en los que la
población, con su alcalde, Manuel Atienza, el Carbonero, al frente,
se habían enfrentado a las bien entrenadas tropas del exército
francés. Como quiera que la guerra había llegado a su fin en todo
el territorio patrio, cada reducto festejaba sus hechos de armas,
bien recordando a sus muertos y heridos, bien sus victorias. En este
caso, rememoraban el episodio que todos conocéis, del cañón de
madera que reventó en la refriega contra el invasor, y que produjo
igual número de víctimas entre lapeceños que entre los galos.
Cuatro
años después, en La Peza, con Celia, la actual alcaldesa Carbonera,
se celebraban veladas y agasajos para recordar el heróico
suceso que allí aconteciere. El vino y las viandas corrían de mesa
en mesa, en la plaza del ayuntamiento. De todos los portales surgían
jarras de vino, carnes, chorizos, quesos y otros sustentos. Entre
comentarios y risas, un joven y virtuoso pianista, que animaba la
velada, intimó con Ramón, el artillero, maldiciendo
que por su edad, no hubiera podido blandir un arma y acerrojarla
contra el invasor francés en aquella aciaga jornada. Ramón,
displicente como en él es habitual, se prestó a enseñarle el
manejo de la pistola, solicitándome permiso para ello, a lo cual
accedí sin imaginar las posteriores consecuencias de
sus actos.
Marchó
con dos mujeres de la villa y con el joven pianista hacia el carruaje
donde almacenábamos la munición y el armamento, para usar una de
las pistolas que los oficiales tenemos asignadas para nuestra
protección. No obstante, viendo, junto a esta, apoyado un mosquete
de fabricación inglesa que nuestros colegas de las islas nos habían
proporcionado tiempo ha, optó por el de mayor calibre para enseñar
la carga y disparo al entusiasmado infante.
Hasta
aquí todo normal, propio de la milicia en su contacto con la
población civil. Lo que comenzó a torcer la levedad de esta
historia es que, como quiera que Ramón, de mote gorrión, no
encontraba ningún cartucho de pólvora a medida de mosquete o
pistola, agarró un balote de pólvora de la medida del cañón de
XII libras, que supone unos quinientos gramos, y calculando a ojo de
buen cubero, se dispuso a cargar el tubo del mosquete, con tan mal
tino que prácticamente completó la carga de este”.
Algunos de los artilleros que
allí escuchaban no pudieron evitar soltar unas risas, pues, de
alguna forma, preveían el posible resultado de esta historia,
agudizando más aún su atención si cabe.
-“Convirtió
un simple mosquete en casi una pieza de artillería más pesada, y de
resultado imprevisto, lo que en ningún momento calculó
adecuadamente. Tal vez la poca luz en las estrechas calles, tal vez
el exceso de vino consumido, la euforia de los festejos, o acaso
envalentonarse ante la presencia de compañía femenina, pero lo
cierto y verdad es que, el insensato, había fabricado una bomba sin
saberlo, lo que aún la hacía más peligrosa. Dicho esto entregó el
arma al joven artista para su bautismo de fuego, que más que
bautismo podría haber sido un chapuzón de pólvora y metralla. La
divina casualidad, providencia o lo que fuera, quiso que una de las
damas que con ellos se encontraban, sugiriera que el primer disparo
lo ejecutara el artillero, como más experimentado, consintiendo
este, lo que salvó, probablemente la vida del doncel.
Agarró
el mosquete y tras alimentar de pólvora la cazoleta, apuntó hacia
el final de la calzada, forzó la llave de chispa y erró el disparo.
¡Maldición!, profería el artillero. Y así una, dos, tres, cuatro,
cinco y hasta seis veces erró el mosquetero. A estas que, aún
avergonzado por el desatino, ya había casi desistido de efectuar el
disparo cuando la piedra de pedernal lanzó su chispa y, pillándole
desprevenido, con las manos bajas, el cuerpo distendido y asido el
mosquete sin fuerza, pegó tal reventón este que lanzó al artillero
hacia atrás en vuelta de campana, dejándolo arrastrado por el
suelo, la cara ennegrecida de la pólvora quemada, el brazo izquierdo
quemado, los dedos de la mano derecha ensangrentados, y un moretón,
¡qué digo moretón!, ¡más que arzobispo, cardenal!, verdugón,
que le ocupaba toda la parte interna de la nalga, donde golpeara el
mosquete en su bestial retroceso.
El
infante quedó perplejo, sin pronunciar palabra alguna. Gracias a que
las damas reaccionaron a tiempo y, mojando la esperpéntica cara del
asombrado sujeto, pudieron reconducir la situación. No obstante,
hubo otro amago de desfallecimiento del compañero Ramón, que
parecía más muerto que vivo; entre blanco y amarillo.
A
esto, el joven, nervioso, vino a avisarme del suceso y corrí hacia
ellos, sin apenas haberme enterado de la parte o del todo. Allí me
encontré la escena, como un cuadro del Greco, Dos mujeres
humedeciendo al herido, y este, sentado, con las piernas abiertas,
los ojos desorbitados, demacrado, ya digo, entre blanco y amarillo,
intentando recuperarse del susto, aún aturdido.”.
Hubo de tomarse un respiro,
pues los soldados allí reunidos, en torno al fuego del campamento,
se revolcaban a carcajadas limpias, reían, lloraban, porfiaban. Unos
se agarraban el estómago de dolor por la risa. Otros se
desternillaban revolcándose por la hierba. Al rato, el subteniente
Padilla pidió saber cómo concluyó la jornada.
-“Pues
al rato de aquella escena, en la cantina de La Peza, entre bromas y
risas, nos mirábamos las dos damas, el protagonista y yo mismo, pues
el joven pianista huyó, poniendo pies en polvorosa, perdón por el
simil, mejor diríamos pies en su hogar, y olvidarse para siempre de
las milicias, pues del primer contacto que con ellas tuvo, no salió
muy bien parado que digamos. Allí, junto al fuego de la cantina, nos
contamos estas y otras historias que acaecen al buen amigo Ramón en
su devenir diario, y que en ocasiones son motivo de chanza, aunque
tengo que decir que en aquesta ocasión temimos por su integridad, o
por decirlo más claro, por su vida”.
Todos aplaudieron la
historia, pues conocían a Ramón Montañés, el protagonista, y
sabían de sus muchas peripecias, de sus lances, de sus desventuras,
la mayor de las veces gozosas, aunque en ocasiones no desprovistas de
su dosis de dramatismo.
El teniente de
artillería O. Gutiérrez