Ciertamente, he de reconocer que
aquella actividad de andar y andar, a través de rutas y senderos por entre
parajes naturales de nuestro entorno más próximo, que venía a ocupar una exigua
parte de las mañanas frías de los inviernos, o de las luminosas horas de una
primavera adolescente, al tiempo iba a proporcionarnos tantas y tantas bondades
a quienes la practicábamos. No es solo el salir de la rutina “dominguera”,
tampoco la conversación sosegada con aquel amigo con quien apenas compartíamos
momentos, ni tan siquiera la incursión en el medio natural, sintiéndonos más
llenos de vida, respirando aire puro, sorteando las estribaciones del terreno;
pues también suponía una explosión de colores, nuevos, que teníamos algo
olvidados, escenas que imaginábamos existían, pero que durante demasiados años
habíamos relegado a un imaginario mundo de sensaciones vedadas. Ríos, montañas,
calzadas romanas, viejos castillos derruidos, embalses medio llenos, medio
vacíos, según la opinión particular de cada cual, las conversaciones que se
suscitan mientras caminas, mientras diriges tus pasos hacia un lugar que no
habíamos sospechado existiera. Antiguas veredas, animales sueltos, el vuelo de
un águila sobre nuestras cabezas, la pequeña serpiente, de apenas un palmo, que
se nos envalentona, defendiendo su territorio, puentes olvidados, sin vida, que
esperaban con ilusión nuestras pisadas. Mil olores que se mezclan en nuestro
cerebro, las extrañas materias que palpamos con las manos. La Cueva de los Muñecos, El
Collado de ….., Miranda del Rey, el Museo de la Batalla de las Navas de
Tolosa, un bosque silencioso de adelfas, el Puente milenario que descubrimos y
al que bautizamos con nuestro nombre, el trotar de Jackie y Yazmin. Lo mejor:
mirar al horizonte, otear el cielo y entender el misterio de que apenas somos
nada en este miniuniverso de mentirijilla.
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