En este tiempo que vivimos, decir la verdad no resulta rentable.
Siempre oimos
de nuestros padres frases como que "hay que ir por la verdad por
delante", o que "hay que defender nuestras creencias contra viento y
marea", "más vale una verdad que mil mentiras", etc... etc.
Prueba a aplicarlo en la realidad de tu contexto, entre tus amigos, a tus clientes, a tus compañeros en el equipo de fútbol, en tu asociación, y comprobarás que nada más lejos de la realidad. Lo blanco lo pintan negro. Dos más dos ya no son cuatro. La caperucita roja resulta que estaba compinchada con el lobo para sacarle la pasta a la abuela. Aquellas personas a las que entregaste tu amistad y tus cuitas vendían su alma por menos de treinta monedas que no eran de oro, sino de cobre -saltaba a la vista-. Y cuando aquellos a los que considerabas amigos en la cultura, en el compromiso social, les confiabas tus pensamientos más profundos, les razonabas, convencido, las que creías tus verdades, en un juego de contarnos la verdad verdadera justa necesaria y cierta, cogían tal berrinche que imaginabas que hubiera sido mejor, mucho mejor, negarles la evidencia, ocultarles la realidad. Recordabas aquellas otras frases en las que se porfiaba que "en determinados momentos era mejor soltar una mentira piadosa", que no es otra cosa que lo que hoy se da en llamar "ser políticamente correctos": todo es bello y bonito. El cielo es azul, a pesar de que está lloviendo. ¡Qué bonito está el pueblo!, mirando para otro lado ante la evidencia de lo grotesco y horrendo que se nos presenta en su conjunto.
Ocultar las verdades que siempre nos callábamos por no herir sensibilidades nos llevaba a sufrir la idolatría de los acólitos, pues resultábamos estimulantes para los sordos oídos. Y si disfrázabamos nuestros rostros con una sonrisa, nos convertíamos en los perfectos acompañantes.
Si por el contrario clamábamos a los cuatro vientos lo que pensábamos, lo que sentíamos, lo que opinábamos, sin cortapisas y con las ventanas abiertas de par en par, bajábamos a los infiernos, estigmatizábamos la imagen que se tenía de nosotros, que no era otra que la que cada cual tenía de si mismo, y que a fuerza de modelaje habíamos contribuido a crear. ¿Qué ganábamos -nos confesaban algunos adeptos- en decir tales o cuales verdades verdaderas? Era cierto. En ocasiones era inevitable hacernos esa y otras preguntas. ¿Qué ganábamos con ello? cuando de nosotros se esperaba la sonrisa fácil, el golpe en la espalda, el estímulo con la palabra, tal vez la adulación infinita. ¿Para qué una verdad a destiempo? ¿A qué, hijo, te conduce ello?, nos aconsejaba la experiencia de los mayores: deja correr las cosas, nunca digas lo que de verdad piensas, diles lo que quieren oir, y como aquel profesor de yoga que amplificaba tus propios sentimientos, subrógate en la armonía de los contrarios, camúflate con la piel de los elegidos, pues el tiempo transcurre demasiado deprisa e inexorable, y sin que apenas te hayas percatado de ello, cumpliste cincuenta años, y ahora eres tu la experiencia que otros buscan, el oráculo al que acuden los descarriados, o quizás los despistados. Abona el solar de las amistades ciegas, sordas, irreflexivas. ¿Qué ganas con llevarle la contraria al convencido de antemano, al que a buen seguro no oirá tus peroratas? Cimenta la cordialidad y las buenas maneras, y sé el perfecto encubridor de los defectos del otro, pues ganarás un palco en el cielo y en la tierra un abono para la próxima edición de los goyas al más noble gilipollas. No todo el mundo puede optar al reconocimiento.
Por eso te digo, noble ateniense, hijo del cantero Sofronisco y de la matrona Fainarate, que disculpes mis diálogos en contraposición a tu filosofía, pues yo, como tú dijiste antaño, "sólo sé que nada sé", y perdonando mi ignorancia toleres mi lengua descarada, y a otra cosa, mariposa.
por MANOLO OZÁEZ.
Prueba a aplicarlo en la realidad de tu contexto, entre tus amigos, a tus clientes, a tus compañeros en el equipo de fútbol, en tu asociación, y comprobarás que nada más lejos de la realidad. Lo blanco lo pintan negro. Dos más dos ya no son cuatro. La caperucita roja resulta que estaba compinchada con el lobo para sacarle la pasta a la abuela. Aquellas personas a las que entregaste tu amistad y tus cuitas vendían su alma por menos de treinta monedas que no eran de oro, sino de cobre -saltaba a la vista-. Y cuando aquellos a los que considerabas amigos en la cultura, en el compromiso social, les confiabas tus pensamientos más profundos, les razonabas, convencido, las que creías tus verdades, en un juego de contarnos la verdad verdadera justa necesaria y cierta, cogían tal berrinche que imaginabas que hubiera sido mejor, mucho mejor, negarles la evidencia, ocultarles la realidad. Recordabas aquellas otras frases en las que se porfiaba que "en determinados momentos era mejor soltar una mentira piadosa", que no es otra cosa que lo que hoy se da en llamar "ser políticamente correctos": todo es bello y bonito. El cielo es azul, a pesar de que está lloviendo. ¡Qué bonito está el pueblo!, mirando para otro lado ante la evidencia de lo grotesco y horrendo que se nos presenta en su conjunto.
Ocultar las verdades que siempre nos callábamos por no herir sensibilidades nos llevaba a sufrir la idolatría de los acólitos, pues resultábamos estimulantes para los sordos oídos. Y si disfrázabamos nuestros rostros con una sonrisa, nos convertíamos en los perfectos acompañantes.
Si por el contrario clamábamos a los cuatro vientos lo que pensábamos, lo que sentíamos, lo que opinábamos, sin cortapisas y con las ventanas abiertas de par en par, bajábamos a los infiernos, estigmatizábamos la imagen que se tenía de nosotros, que no era otra que la que cada cual tenía de si mismo, y que a fuerza de modelaje habíamos contribuido a crear. ¿Qué ganábamos -nos confesaban algunos adeptos- en decir tales o cuales verdades verdaderas? Era cierto. En ocasiones era inevitable hacernos esa y otras preguntas. ¿Qué ganábamos con ello? cuando de nosotros se esperaba la sonrisa fácil, el golpe en la espalda, el estímulo con la palabra, tal vez la adulación infinita. ¿Para qué una verdad a destiempo? ¿A qué, hijo, te conduce ello?, nos aconsejaba la experiencia de los mayores: deja correr las cosas, nunca digas lo que de verdad piensas, diles lo que quieren oir, y como aquel profesor de yoga que amplificaba tus propios sentimientos, subrógate en la armonía de los contrarios, camúflate con la piel de los elegidos, pues el tiempo transcurre demasiado deprisa e inexorable, y sin que apenas te hayas percatado de ello, cumpliste cincuenta años, y ahora eres tu la experiencia que otros buscan, el oráculo al que acuden los descarriados, o quizás los despistados. Abona el solar de las amistades ciegas, sordas, irreflexivas. ¿Qué ganas con llevarle la contraria al convencido de antemano, al que a buen seguro no oirá tus peroratas? Cimenta la cordialidad y las buenas maneras, y sé el perfecto encubridor de los defectos del otro, pues ganarás un palco en el cielo y en la tierra un abono para la próxima edición de los goyas al más noble gilipollas. No todo el mundo puede optar al reconocimiento.
Por eso te digo, noble ateniense, hijo del cantero Sofronisco y de la matrona Fainarate, que disculpes mis diálogos en contraposición a tu filosofía, pues yo, como tú dijiste antaño, "sólo sé que nada sé", y perdonando mi ignorancia toleres mi lengua descarada, y a otra cosa, mariposa.
por MANOLO OZÁEZ.
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