Buenas tardes
amigos. Hoy he desayunado en mi cafetería habitual con el señor Mariano Rajoy,
trasladándole mi preocupación, y la de todos mis colegas, por la marcha de la
economía española. A su lado, Ángela Merkel, que por casualidad se encontraba
por Bailén, de camino hacia Sevilla, no paraba de repetirnos la dichosa
palabreja de “¡austeridad!, ¡austeridad!, ¡más austeridad! Aunque en ocasiones
se desmelenaba con la sevillana de la contención del gasto y el baile de los recortes
salariales. No había degustado apenas dos bocados de mi tostada de aceite virgen
de oliva cuando el ministro de Economía, Luis de Guindos, se apresuró a
informarnos que habían vuelto a aumentarnos la prima de riesgo, o lo que es
igual, a rebajarnos la confianza a través de la calificación. El ministro
Cristóbal Montoro esbozaba una sonrisa que no supe entender, pues no estaba el
horno para bollos. Tras de nosotros apareció una insigne calvicie a la que
continuaba una barba descuidada, era el señor Rubalcaba que, con su
característica sorna decía “no, no no”, como si se tratara de una canción. Dos
bocados más de la tostada y mi garganta se manifestaba oponiéndose a que
siguiera tragando, como si la película no fuera conmigo. Apreté el paso, sorbí
el café, bien caliente, como me gusta, y a escasos cuatro mordiscos del final de
la media tostada, no pude más, renunciando a completar el almuerzo, pues algo me
oprimía el estómago lo suficiente como para no poder continuar. En ese preciso
instante advertí que la situación requería diagnósticos, remedios, medicinas,
algo que tras cuatro años de dolencia, nadie había resuelto. Peor aún: observé
que los galenos, todos ellos eminencias en el asunto, no conseguían ponerse de acuerdo en mi sueño, en el dictamen, menos aún en el
antídoto.
Manolo Ozáez para COPE JAÉN
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