Capítulo 58 de la novela "Nunca supieron de qué guerra se trataba"
“Hay dos cosas difíciles de
encontrar en el Vaticano: la honradez y una buena taza de café.” (La lápida
templaria. Nicholas Wilcox)
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Aparecido en el blog: "El desierto Carmesí"
EL EXTRAÑO CASO DE NICHOLAS WILCOX
Siguiendo
con Karl May, he recordado que él mismo se disfrazaba de Old
Shatterhand y se fotografiaba para convencer a sus lectores de que el
héroe existía. El mismo autor presumía de que conocía 1400 dialectos y
hombre de mundo, cuando era un viajero frustrado (como Verne) que no
pisó Arizona hasta muchísimo después de haberla imaginado. En la mitad oscura
de Stephen King, el escritor protagonista crea un pseudónimo que se
torna real e incluso quiere suplantarlo. El William Wilson de Poe tenía
un dopellganger (más moral y recto que el auténtico) y esta cadena de
pensamientos me lleva hasta Nicholas Wilcox, autor inventado por Juan
Eslava Galán para vender libros sobre templarios y de aventura
histórica, en lo que es una pirueta que parece un cuento de Borges. Es
genial, y mucho me temo que no me creeríais, así que mejor que lo leáis
de la mano de Pérez Reverte, que fue el que lo destapó en uno de sus
artículos:
"Durante algún
tiempo me intrigó el caso de Nicholas Wilcox: escritor inglés, nacido
en Nigeria, aficionado a la ornitología, erudito, viajero constante,
buen conocedor de España y su cultura, autor de novelas de intriga
histórica ambientadas aquí. La lápida templaria fue el primer libro suyo
que cayó en mis manos, y luego la trilogía: Los falsos peregrinos, Las
trompetas de Jericó y La sangre de Dios. Este tío, me decía al leerlo,
se sabe esta tierra como la palma de la mano, y no sólo eso. Costumbres,
gastronomía, ciudades, paisajes. Lo controla todo. Uno de esos ingleses
apasionados por España, como Kamen y Elliott y toda la peña, pero éste
en plan best-seller sin complejos. Y además lo leen, de lo que me alegro
infinito, porque cuenta unas historias estupendas; y eso de que alguien
cuente historias y encima la gente las lea, revienta mucho a los
cagatintas que viven del morro, o sea, de poner posturitas en mesas
redondas -la narrativa en el próximo milenio y cosas así- sin haber
tenido nada que contar en su puta vida, y encima van y patalean porque
la gente no los comprende. Así que olé los huevos del Wilcox éste, me
dije. Aunque sea también perro inglés. Que cuantos más seamos, cada uno
en su registro, más nos reímos, y en la biblioteca de un lector de pata
negra tanto montan El asesinato de Rogelio Ackroyd como La montaña
mágica, y no hay como pasar buenos ratos echando pan a los patos.
Comentaba
todo esto hace tiempo en Sevilla con mi amigo Juan Eslava Galán, premio
Planeta de los de antes -En busca del Unicornio se titulaba aquella
bellísima y conmovedora aventura-, y tan amigo mío que hasta lo metí,
sin pedirle permiso de chulo de putas y espadachín a sueldo bajo el
nombre de El Galán de la Alameda en la última aventura de Alatriste.
Hablaba yo de Wilcox, decía, con Juan Eslava mientras nos tomábamos en
Las Teresas, catedral del tapeo, unas manzanillas y un jamón de esos que
sientes el éxtasis místico cuando te lo zampas. Y entre manzanilla y
manzanilla le comenté a Juan Eslava lo de Wilcox, ya que en las novelas
figura él como traductor. Ese inglés, dije, sabe mucho y lo cuenta de
puta madre. ¿Verdad? Y entonces Juan se rió así como él hace, grandote,
socarrón y tranquilo. Lo conozco hace la tira, y al verlo reírse de
aquella manera me quede pensando y luego le dije no puede ser. Cacho
cabrón. No me digas que Wilcox eres tú.
Lo
era. Años atrás se topó con unas notas de una especie de logia
templaria que hubo en Jaén, y se le ocurrió que el material era chachi
para una novela de acción y misterio con un toque esotérico. El temor a
que sus lectores habituales se sintieran decepcionados por una incursión
tan clara en el género, lo decidió a inventarse un pseudónimo. Así
nació Nicholas Wilcox, de quien Juan reclamó oficialmente el digno papel
de traductor. Necesitaba una biografía, naturalmente; de modo que -me
imagino la risa y la guasa, porque lo conozco- la fabricó ad hoc: nacido
en colonia británica de África, viajero, aventurero, experto
ornitólogo, apasionado de España, etcétera.Había una pega, y es que la
colección de libros donde aparecieron los de Wilcox llevaba la foto del
autor en la solapa. Así que Juan metió la de su hermano, que tiene más
pinta de británico y de aventurero que él de aquí a Lima. Una foto en la
que el presunto Wilcox parece que está ante el Nilo o algo parecido,
cuando el agua que se ve detrás es, en realidad, una piscina de las
Alpujarras. O de por ahí.
De
anécdotas, imagínense. Miles. Verbigracia, que el año pasado invitaron a
Nicholas Wilcox a la Semana negra de Gijón, y como oficialmente estaba
viajando por el Amazonas en ese preciso momento, tuvo que ocupar su
lugar el humilde traductor, Juan Eslava.O quienes le piden a Juan que
traduzca más Wilcox a lo que él replica que es muy lento traduciendo que
tiene mucho trabajo -ahora está con una novela nueva entre manos, para
suerte de sus numerosos lectores y amigos- y que tengan paciencia. O lo
mejor de todo: el lector exigente qué escribió una extensa carta
criticando varios fallos en la traducción que delataban la procedencia
inglesa de los textos, y aconsejando más rigor y eficiencia la próxima
vez. Carta a la que Juan respondió muy cortésmente, prometiendo
esmerarse en lo sucesivo.Y es que la literatura también consiste en esas
cosas: juegos, guiños, libros, lectores y amigos. En lo que a amigos se
refiere, yo mismo he guardado silencio sobre el caso Wilcox todos estos
años. Omertá siciliana. Lo cuento al fin porque una revista ha dado el
cante, y el camarada Wilcox acaba de salir del armario literario. Mejor
así. No sea que al final ocurra como en esa novela que siempre le digo a
Juan que escriba para rematar la serie Wilcox: un novelista que escribe
como traductor de sí mismo, y que como el presunto autor no aparece, es
acusado de asesinar a su propio pseudónimo: El extraño caso del
traductor asesino.
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