sábado, 5 de marzo de 2022
Todos estamos con Ucrania
En estos días asistimos, horrorizados, desde la comodidad del sofá de nuestro salón, a las imágenes que continuamente nos proporcionan los distintos medios de comunicación, tanto en formato televisivo como por las redes sociales, o impresas en papel, de la guerra ruso-ucraniana, o quizás mejor decir, del genocidio que un solo individuo, que se cree descendiente directo de los zares rusos, está provocando contra el pueblo ucraniano, un pueblo que está demostrando su orgullo resistiendo, como resistió David al gigante Goliat en la mitología bíblica.
Lo que tal vez no se esperaba Putin es la corriente de solidaridad internacional que ha generado este conflicto, en favor de los ucranianos, que ha conseguido que, por primera vez, la práctica totalidad de los países condenen esta brutal agresión a un país soberano, a excepción de Bielorrusia, otra dictadura fruto de la desintegración de la U.R.S.S, o las prorrusas Corea del Norte, Siria -cuyo tiránico gobierno lo asume su gran amigo y aliado Bachar al Asad- o Eritrea. Sin embargo, países, supuestamente aliados, como China, Irán, Irak, India o Cuba, se abstuvieron este miércoles en la Asamblea General de la O.N.U., lo que de facto supone que no estaban de acuerdo con la ocupación y bombardeo de Ucrania por parte de la Federación Rusa: un revés para sus aspiraciones soberanistas sobre el estado escindido de la Unión Soviética, y que es deseado por su situación estratégica en el centro de Europa, y por su salida al mar Mediterráneo desde el Mar Negro a través de la península anexionada de Crimea, en el 2014.
Las muestras de solidaridad han superado todas las expectativas: ciudadanos que se montan en sus vehículos y acuden a la frontera polaca para recoger a mujeres y niños que huyen de la guerra para proporcionarles cobijo, alimentos, ropa y otras necesidades básicas, y a los que no conocen de nada; probablemente nunca habían tenido relación con el país, ni tampoco con sus gentes, pero han reaccionado ante el horror de las imágenes que nuestras retinas han contemplado. Una ola de solidaridad que se extiende por todos los rincones del mundo, y que se traduce en donaciones dinerarias, o de alimentos enlatados, material e incluso armamento para su autodefensa.
La práctica totalidad de los países que conforman la O.N.U., salvo los ya mencionados, han condenado y condenan el ataque de Rusia a Ucrania. Desde los gobiernos de cada nación, y desde las instituciones supranacionales como la Unión Europea, la OTAN o la propia O.N.U., se han tomado decisiones, en forma de sanciones, que nunca antes se habían tomado, por falta de acuerdos y porque primaban los intereses particulares de los países sobre el interés general de la humanidad. En esta ocasión ha resultado todo lo contrario: se ha entendido el peligro que representa el avance del ejército ruso por las llanuras ucranianas, comandadas por un líder sin escrúpulos y que persigue mantenerse indefinidamente en el poder, sin importarle las consecuencias que sus decisiones pudieran tener para el equilibrio de fuerzas que sustenta nuestro universo, y el grave riesgo para la seguridad mundial. Sin ir más lejos, hoy contemplábamos el ataque a las proximidades de la central nuclear de Zaporiyia que, con seis reactores en funcionamiento, es la más grande de Europa.
Entre el movimiento pacifista y determinados sectores de la izquierda europea, se ha abierto un debate que distorsiona la cohesión de las fuerzas democráticas en su condena a las políticas expansionistas rusas, cual es los acuerdos de entrega de armas a la población ucraniana para su autodefensa. Entiendo que se trata de una pose idealista, pero para nada realista. No se puede estar en contra de la invasión rusa en Ucrania, y al mismo tiempo no armar a la población para su resistencia. De hecho son muchos los historiadores y analistas que comparan ese hecho con el que ocurriera en la Guerra Civil Española de 1936, cuando las potencias europeas democráticas, se negaron a facilitar armamento a la legítima República en un claro síntoma de oposición al levantamiento franquista que, a la postre, germinó en otros posteriores sucesos que la historia nos recuerda constantemente, caso de Alemania, Italia o Japón.
Bardomí, siempre coherente con su discurso, reconocía que, a pesar de no estar de acuerdo con el uso de las armas -creo que casi nadie está de acuerdo con ello a estas alturas del siglo XXI-, entendía que un pueblo tiene derecho a defenderse de tales agresiones, insistiendo en que él, probablemente recurriría a las armas en idéntica situación. Esa sería la tónica del pensamiento generalizado de la opinión pública ante los acontecimientos que estamos viviendo, perplejos, estos últimos diez días.
Cada uno debe de intentar poner su pequeño grano de arena contra la brutalidad militar de Rusia, comenzando por los propios rusos, que han de oponerse clara, directa y frontalmente. Ellos son los segundos perjudicados, pues son sus hijos los que marchan a una guerra que no quieren, que no entienden y que no les produce ningún beneficio a corto o medio plazo. Es más, el perjuicio que le va a ocasionar a la población en general ya se está notando con el desplome del rublo, con el cierre de las cotizaciones de la bolsa rusa, también desplomada, con la incertidumbre en el abastecimiento de productos de primera necesidad, o el impacto para su economía en el futuro. También para el resto de economías del mundo, pues no podemos olvidar la globalidad en la que vivimos en cualquier orden: económico, social, cultural, etcétera.
Por último, no podemos olvidar el aspecto humano: el éxodo de más de un millón trescientos mil refugiados hacia el resto de países del entorno, como Polonia, Moldavia, Hungría o Rusia, como primer paso hacia otros países “más tranquilos”, como Alemania, Grecia, Italia, Francia, Gran Bretaña o inclusive España. La mirada de los niños que no entienden que hayan dejado la confortabilidad de su hogar para recorrer miles de kilómetros hacia tierras extrañas, pasando frío, hambre y penurias. O el horror de las imágenes de los cuerpos ensangrentados, tendidos sobre las calles, alcanzados por la metralla de las bombas y los misiles.
El llanto de los ancianos que ya vivieron otra Guerra, la Segunda Guerra Mundial, y que pudieron escapar de los campos de exterminio nazi, y que ahora se enfrentan a otro dictador que al parecer pretende otro exterminio indiscriminado ante la profunda mirada congelada del mundo civilizado, un mundo que no quiere enfrentársele por el lógico temor a una escalada armamentística que nos lleve al uso irracional de las armas nucleares contra “los otros” y contra nosotros mismos, pues, como dice el propio Vladimir Putin o Biden, en este posible escenario de guerra, no habría vencedores… se les olvidó decir que lo único que habrá es vencidos.
Manolo Ozáez
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