Si tuviéramos la oportunidad, utópica
evidentemente, de elegir una época de la Historia para vivir una temporada en ella, sin
lugar a dudas mi elección sería el Renacimiento y en la Toscana , allá por los
comienzos del siglo XVI. Ni que decir tiene que al primero que me contraría allí,
en ese tiempo y lugar, bullendo de aquí para allá con un sin fin de proyectos
en las alforjas, sería a mi buen amigo Manolo Ozáez --don Nicolás Manuel Ozáez Gutiérrez-- porque
lo que prima en él es, ante todo, su espíritu de humanista polifacético. Manolo
es, cómo lo diría, poliédrico en sus facetas y sin embargo no tiene más que una
cara; precisamente la cara de “dar la cara” cuando es preciso.
Releo sus artículos, sus pensamientos, sus
reflexiones, aquí recogidas, y todas ellas nos dan testimonio que existe su Toscana
interior y particular, renacentista y humanista, como él mismo. Plena de
caminos que se cruzan, se descruzan, se retuercen, se alinean, se hacen curvos,
divergentes, convergentes, pero nunca tediosos. A la memoria me viene el cuento
de Borges El jardín de senderos que se bifurcan, y me lo imagino afirmando
como el sabio sinólogo Stephen Albert que el tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros. Pues bien, en todos ellos habría un proyecto que
ser realizado por Manolo Ozáez. Hecho que constato porque cada vez que hemos
hablado siempre lo hemos hecho del futuro y nunca del pasado. Agua pasado no
mueve molino, pero siempre se espera la lluvia que traiga las aguas que habrán
de moverlo mañana, pasado mañana, y tal vez el próximo jueves a primeras horas
de la tarde, que es cuando el sol siempre trata de quemarnos las alas.
Manuel Ozáez es un hombre del Renacimiento por su
espíritu inquieto. Por ser el personaje de múltiples paisajes, pero también es
descaradamente mediterráneo. Tal vez un don Quijote llegando a la playa de
Barcelona en pleno siglo XXI, que como Federico Fellini piensa que no hay un
final; que no existe un principio; que solamente contamos para sobrevivir con
la infinita pasión que hay que ponerle a la vida, que en modo alguno nos
permite ser indiferentes ante todo lo que nos rodea y somos capaces de rodear
con nuestro entusiasmo.
Manolo Ozáez, me consta, no ha venido a arreglar el
mundo, pero sí a contarlo, y fruto de ello es todo lo que hace y lo que
escribe, por lo que lucha y pervive. De ahí su necesidad de estar ahí, viviendo
apasionadamente todos los futuros posibles que el tiempo nos regala en cada uno
de sus instantes, listos para ser plasmados a través de cualquiera de sus
facetas expresivas y creativas.
Manolo tiene en Bailén --su Bailén—la cruz y la espada de su Macondo
más íntimo, luchando como un coronel Aureliano Buendía para que nunca su ciudad
padezca los cien años de soledad de Bailén sin Bailén, en la ciénaga estéril de
la indiferencia cultural.
No puedo decir como él generosamente ha dicho de mi
en uno de sus artículos que de mayor quiere ser como yo --craso error, Manolo--, porque yo ya soy
mayor, pero sí deseo estar en todos los futuros que el jardín de senderos que
se bifurcan nos tiene planteados en múltiples proyectos que como un estallido
pirotécnico se desgranan y se hacen luz. Luz para este oficio de tinieblas que
es escribir.
Si en uno de esos futuros posibles han de
fusilarnos juntos, al menos que el coronel Aureliano Buendía que cada uno
llevamos dentro recuerde en ese preciso instante el día que conocimos el
hielo --no el de helarnos el corazón, el
otro; el de bebérnoslo en vaso largo y con limón--, y dejen, permitan, que el
circo pase en esos momentos por las calles del Macondo en el que creemos en
este presente y por el que lucharemos en cada uno de los futuros. Y llegado el
caso, que los payasos suelten las fieras, y el jefe de pista inste a la
orquesta que toque hasta el final, hasta enterrarnos en el mar, ligeros de
equipaje como los músicos del Titanic.
José María Suárez Gallego
Consejero de número del Instituto de
Estudios Giennenses
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